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COLUMNA

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Los sucesores

Escúchenme, entonces: cuando puedan y a la menor provocación, alaben el trabajo de sus antecesores. Reconozcan públicamente sus méritos, sus logros, su trabajo abnegado.

2 enero, 2024

Hay dos maneras de leer a Georges Simenon (1903-1989): en casa o viajando. Las novelas de Maigret son para viajar; las otras, aquellas donde el inspector no aparece, para leerse antes de dormir.

Cuando hago un viaje largo, echo siempre dos novelas de Maigret en la maleta: una para la ida, y otra para la vuelta; las otras, en cambio, prefiero que se queden en casa, pues merecen una lectura más atenta y reposada.

Hay, pues, dos Simenones –pluralizo como lo haría, por ejemplo, don Miguel de Unamuno-: el novelista de masas, con el inspector Maigret como héroe principal –dando caladas a su pipa todo el tiempo-, y el novelista de grupos más pequeños, para quienes escribió espléndidas novelas, como El tren, Los vecinos de enfrente y El fondo de la botella.

En mi último viaje en autobús leí, pues, para no atentar contra la costumbre, una novela de Maigret titulada precisa y solamente así: Maigret, sin nada más, con el puro nombre del inspector en la portada. Trata, claro está, de un asesinato que éste deberá esclarecer, y que al final esclarece, como era de esperarse.

Pero no es el asesinato en sí lo que me ha llamado la atención –asesinatos hay muchos en la literatura contemporánea, por desgracia-, ni la muerte de un narcotraficante lo que me ha movido a tomar la pluma –muertes de narcotraficantes hay muchos en el mundo contemporáneo, también-, sino lo siguiente: en esta historia, el inspector está ya retirado y vive en el campo feliz como un pájaro, pescando truchas y encendiendo fogatas a la hora del crepúsculo. ¿Qué le falta? Nada. En realidad, esto era lo que había estado esperando durante años y años.

Pero una noche…

Bueno, una noche, un sobrino suyo, policía también, lo lleva consigo a París para aclarar un crimen que, si queda oscuro, le será imputado a él, por no haber hecho las cosas como debían hacerse. Y allá va Maigret, contra su voluntad y de muy mal humor, por cierto.

Los agentes con quienes trabajó en otro tiempo, es decir, antes de su retiro, al verlo otra vez en escena, lo saludan con respeto y cordialidad, aunque no todos. Hay por lo menos dos que lamentan verlo rondando por allí y metiendo las narices donde no debe. Uno de éstos es precisamente su sucesor:

“-Buenos días, Maigret…

“-Buenos días, comandante.

“Se rozaron las puntas de lo dedos, como antaño, cuando se veían todas las mañanas. Amadieu le hizo señas a un inspector de que saliera; después, murmuró:

“-¿Quiere usted hablarme?

“Con un movimiento familiar, Maigret se sentó en el borde de la mesa y cogió las cerillas para encender su pipa.

“Su colega había retirado su sillón, echándose hacia atrás.

“-¿Cómo va en el campo?

“ –Bien, gracias. ¿Y aquí?

“-Siempre lo mismo. Debo ver al jefe dentro de cinco minutos.

“Maigret fingió no comprender lo que eso quería decir, desabrochó su abrigo sin darse prisa. Estaba allí como en su casa, y aquel despacho había sido suyo durante diez años…”.

El jefe, por su parte, no lo recibe mejor. Siempre la misma reticencia, la misma frialdad. Pero no lo siento por Maigret, que tiene el lomo duro, sino por aquellos que no son Maigret y lo tienen blando.

He conocido directores que no pueden volver al lugar en el que trabajaron media vida, o vida y media, porque sus nuevos colegas se molestan al verlo en sus territorios. ¡Él no tiene derecho a regresar! ¿A qué ha venido? Ahora son otros tiempos, tiempos mejores…

He conocido párrocos que, tras diez o quince años de dura faena, no pueden regresar a su antigua comunidad sin ser recibidos con una frialdad cadavérica por parte del nuevo encargado. “La gente –piensa éste-, podría hacer comparaciones, y entonces…”.

He conocido… ¡Cuántas historias de este tipo me sé! Historias capaces de hacer reír, si uno es Maigret, o de llorar, si uno ha tenido la mala suerte de no serlo. Casi en ninguna parte los sucesores –séame permitido llamarlos así- se sienten a gusto con quienes les precedieron en el cargo. Y veladamente los critican. ¡Oh, no en voz muy alta, ya lo sé, pero sí en los cerrados grupos en los que éstos se mueven!

¿Quieren los sucesores un consejo fraterno? ¿Lo quieren de veras? Escúchenme, entonces: cuando puedan y a la menor provocación, alaben el trabajo de sus antecesores. Reconozcan públicamente sus méritos, sus logros, su trabajo abnegado. ¿Que no fue perfecto? Nadie lo es, por lo menos en este mundo. Elógielo. Y, así, los que amaban a su predecesor los amarán también a ustedes. Y si algún día, los antecesores vienen a dar una vuelta a su antigua oficina –como Maigret fue a dar una vuelta a la suya-, levántese de su asiento y estréchele la mano con efusividad sincera. Obrando así perderá poco y ganará mucho.

Este consejo está avalado por la sabiduría de sir Francis Bacon (1561-1626), quien escribió así al final de uno de sus ensayos –De los cargos elevados-: “Respecto a la memoria de vuestro predecesor, hablad siempre de ella con respeto y cariño; porque si lo deprimís, el que os siga os pagará con la misma moneda”. 

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