La herejía de la felicidad
El hombre feliz no necesita moverse hacia ninguna dirección: está bien como está.
-Me gustaría poder leer más, escribir más –decía yo hace algún tiempo a un sacerdote amigo mío al que, por cierto, acaban de hacer obispo-. ¡Si pudiera disponer de un poco más de tiempo! Escribo mis artículos casi de madrugada, y mis libros a paso de tortuga. ¡Son tantas las cosas que debo hacer diariamente! Ir, regresar, volver; clases, oficina, ceremonias, reuniones… ¿A qué hora quieres tú que me ponga a escribir?
El tono de mi voz era agrio: más que informar, me quejaba.
–Sí –dijo mi amigo-, y sin embargo desde hace muchos años tus artículos aparecen puntualmente en tres periódicos.
-¡En tres periódicos! ¿Y sabes lo que significa tener que escribir cada semana tres artículos distintos? Apenas llega el lunes –después de haber dicho el día anterior cuatro o cinco misas- y ya me estoy preguntando: «Y ahora, ¿de qué voy a hablar?». No hay tormento chino que iguale en crueldad a éste; y, entonces, una angustia mortal se apodera de mí y no me deja hasta que empiezo a llenar de garabatos el papel.
-De acuerdo. Pero, no obstante eso, tus artículos están ahí, puntuales y en el mismo sitio de siempre en los periódicos. ¿Desde hace cuánto?
-Trece años; hace ya trece años que escribo para El Sol de San Luis; siete para El Observador y ya casi dos para…
-¿Y te quejas?
No sabía qué responder. Sí, a pesar de todo mi amigo tenía razón. Sólo Dios sabe cómo, pero hasta el momento había cumplido mi palabra de no dejar nunca, en ninguna parte, mi columna vacía. Mi amigo siguió diciéndome:
-Es más, casi me atrevería a decir que si no fueran éstas precisamente tus condiciones, no escribirías nada. Para escribir al ritmo en que lo haces es necesario no tener tiempo; quiero decir, no demasiado tiempo: te dispersarías, aflojarías los músculos, te echarías a dormir.
Yo miraba a aquel amigo casi con rencor. Me daba la impresión de que no lograba comprenderme.
-¡Ah, si tuviera tiempo –le decía- qué libros escribiría!
-¡No, no y no! –se empecinaba él-. La verdad es que escribirías menos, mucho menos.
Este diálogo tuvo lugar, como dije al principio, hace algunos meses, cuando aún no descubría que mi amigo tenía razón. Sí, si tuviera más tiempo acaso escribiría menos; si mis condiciones fueran mejores, acaso no escribiría en modo alguno. Cuando sobra tiempo –y bienestar- casi siempre faltan ganas para hacer lo que verdaderamente importa. ¡Cómo se derrocha el tiempo cuando se tiene en abundancia!
Hace una semana, por ejemplo, tenía toda la jornada del lunes para mí solito, cosa que sucede más o menos una vez al año. Me dije entonces: «¡Ahora sí, Juan Jesús, a escribir cuanto te dé la gana!». Había resuelto acabar esa misma tarde el capítulo de un libro que estoy preparando.
Ahora bien, ¿cree usted, lector, que lo hice? ¡Para nada! Le di vueltas al asunto, me senté a mi escritorio, me puse a hojear un libro, consulté mi correo electrónico, respondí mensajes, me fui a pedalear en la bicicleta durante una hora al Parque Tangamanga, me puse a ver por tercera o cuarta vez una película francesa que me gusta mucho –Amélie-, alineé unos libros que se apilaban sin ton ni son en los estantes… ¡pero de capítulo, nada! Además, ¡qué flojera! Éste, en todo caso, lo terminé como termino casi siempre todo lo que inicio: de madrugada y casi de un tirón.
«Un rasgo característico de los que escriben –escribió Jean Guitton en uno de sus libros, ¡y vaya si sabía él de lo que hablaba!- es que no pueden trabajar más que en la fiebre del último momento; sólo la prisa les obliga a perfeccionarse. Si no tuvieran que presentar un proyecto creo yo que siempre estarían holgazaneando». ¡Muy bien dicho, señor!
Al escritor le es necesario el apremio y, casi diría, el sufrimiento; de otra manera no se dignaría a mover uno solo de sus perezosos dedos. Escribe hoy sólo porque debe entregar su trabajo mañana.
La misma idea de Guitton fue expresada por otro filósofo, el francés Jean Lacroix, aunque de otra manera: «La tentación del hombre no es el placer, sino la felicidad. Esta tentación consiste en detener todo progreso, en encontrar el reposo y la satisfacción definitiva aquí en la tierra. El hombre es un ser de peregrinación: es el peregrino del Absoluto. Lo que llamo herejía de la felicidad consiste en dejar de ser peregrino. Hay una idolatría de la felicidad»…, etcétera.
El hombre feliz no necesita moverse hacia ninguna dirección: está bien como está. El reposo es el estado del hombre dichoso. Pero el que no lo es no puede estarse quieto: éste tiene que moverse, inventar rutas y trazar caminos para alcanzar lo que le falta. Se mueve porque es infeliz, proyecta porque desgraciado, crea porque la realidad lo aprieta.
No nos engañemos: tan pronto como seamos felices dejaremos de hacer, de inventar, de crear. Porque lo único que vale la pena hacer lo hacemos movidos por la desdicha. «¿Qué es un poeta?» –se preguntó una vez Sören Kierkegaard. Y respondió así: «Un poeta es un hombre desgraciado que oculta penas hondas en su corazón, pero cuyos labios están hechos de tal manera que los gemidos y los gritos, al pasar por ellos, suena como una música bella. Le pasa lo que a la infeliz víctima atormentada a fuego lento dentro del toro de Fálaris: sus gritos no podían llegar a los oídos del tirano para aterrorizarle; para él sonaban como música dulcísima. Y los hombres se congregan alrededor del poeta y le dicen: “¡Pronto, canta otra vez!”. Es decir, que tu alma sea víctima de nuevos sufrimientos, pero que tus labios sigan siendo los de antes. Porque los gritos nos asustarían, pero la música es suave»…
¿Quisieras ser feliz, lector? Déjame decirte: no sabes lo que quieres. El hombre feliz es el que no hace nunca nada. ¿Sufres, en cambio? No llores: sólo ahora estás en condiciones de realizar cosas verdaderamente grandes, pues las únicas cosas que importan nacen del pesar y se fraguan en la aflicción.
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