Rezar el Salmo 33 en voz alta…
Se dice hoy: “Es preciso creer en algo”. Yo soy cristiano, y sin Cristo no sé para qué podría servir la vida.
Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo.
Mientras rezo el Salmo 33 en voz alta, mi corazón pega un brinco y mis labios se detienen; ya no digo nada más, pero en mi interior repito una y otra vez: “Yo me siento orgulloso del Señor”… Y me digo a mí mismo: “Sí, yo también me siento orgulloso del Señor. ¡Qué alegría que Jesús sea mi Dios! Si yo no fuera cristiano, no sería nada. Sólo Cristo me vence y me convence.
Se dice hoy: “Es preciso creer en algo”, pero ésta es una frase estúpida, pues no se puede creer en cualquier cosa. A los budistas los admiro: su compasión hacia todo lo que vive es digna del encomio más sincero. Ante los musulmanes me quito el sombrero: aman a Dios con un celo que me da envidia; todas esas postraciones, alabanzas y genuflexiones cinco veces al día… Pero yo no podría ser musulmán, y preferiría caer bajo su cimitarra que llegar a serlo alguna vez. Y luego los Cuatro libros de Confucio: ¡cuánta sabiduría práctica hay en ellos y qué admirables son! Pero yo no podría, tampoco, ser confucionista.
A los ateos los respeto por la opción que han hecho de no creer en nada, salvo en ellos mismos y en sus propios criterios, pero tampoco podría ser ateo. El ateísmo es un fenómeno que no puedo comprender y que me es totalmente extraño. Sin embargo, no critico, y tampoco menosprecio, a los que no piensan como yo.
A los agnósticos les sonrío, pero no en son de burla, sino en actitud de simpatía. Ese posponer todo juicio acerca de la verdad hasta no reconocer que se la ha encontrado; esa duda convertida en sistema de vida… Pero tampoco podría yo ser agnóstico: la indecisión en torno al problema más importante –y también más urgente de la vida, sencillamente no va conmigo. ¡Ante todo, es preciso arriesgarse, o, como diría Pascal, jugarse el destino eterno apostando al todo o nada!
Hay indiferentes a los que aprecio: suelen ser simpáticos y, a menudo, el alma de las fiestas. Se saben muchos chistes estupendos y bailan que es un deleite verlos. Ya estiran un brazo, ya doblan una pierna, ya se contorsionan en cuerpo y alma… Pero no comprendo que sólo se apasionen por los bailes y los chistes. Hay algo más importante que todo eso. ¡En una palabra, no se puede ser indiferente ante lo que más importa!
A todos ellos –budistas, musulmanes, ateos, agnósticos e indiferentes-, mi respeto y mi admiración. Pero yo soy cristiano, y sin Cristo no sé para qué podría servir la vida. Sí, sí, ya sé que la frase puede parecer exagerada y tal vez hasta enfermiza, como si Jesús fuese para mí lo que es un par de muletas para el que cojea. ¡Qué importa! La cosa es así como la he dicho, ni más ni menos. Y, cuando abro un libro -¡y vaya que he abierto libros en mi vida!- lo primero que busco es el nombre de Jesús. Y si éste no aparece por ningún lado, me da la impresión que está incompleto, o que el autor ha omitido algo de suma importancia.
Escribió San Agustín (354-430) en sus Confesiones:
“Lo único que me faltaba en medio de tanta fragancia –se refiere a la lectura del Hortensio, de Cicerón, libro que le cambió la vida- era el nombre de Cristo, que no aparecía en el libro. Porque este nombre, Jesús siendo niño, lo había bebido con la leche de mi ladre y lo conservaba profundamente grabado en mi corazón; por lo cual, un escrito sin este nombre, por muy erudito, elegante y verdadero que fuese, no lograba a apoderarse de mí” (III, 4, 7).
Yo busco a mi Dios en los libros, y si no lo hallo me siento desasosegado, intranquilo. Entonces lo busco con mayor afán aún. ¡Debe de estar escondido en alguna parte! Pero, ¿dónde? Y a veces lo encuentro donde menos pudiera pensarse que estaba. De esta experiencia de buscar a mi Dios en la literatura nacieron los tres gruesos volúmenes de mis Meditaciones en torno a la literatura y la fe, acaso los mejores libros que yo haya escrito y acaso los únicos que justifiquen mi paso por la tierra.
¡Por supuesto que cuando leí esa frase de San Agustín al instante la subrayé! Parecía que más que hablar de él hablaba de mí. En la Edad Media, San Bernardo de Claraval (1090-1153) dijo algo muy parecido a lo que San Agustín escribió en sus Confesiones:
“Seco es el alimento del alma si no está condimentado con este aceite. Insípido, si no lo condimenta esta sal. Lo que escribes no tiene para mí sabor si no siento resonar el nombre de Jesús. Jesús: miel en los labios, melodía en el oído, júbilo en el corazón” (Comentario al Cantar de los Cantares 15,6).
Bendeciré al Señor a todas horas no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. Que los demás se gloríen de sus dioses. Yo me enorgullezco del mío. Se llama Jesús.
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