¿Cuelga de tu cuello una medallita, un crucifijo? ¿Traes contigo tu misal o tu Biblia? ¿Hay una imagen de la Guadalupana en donde trabajas? Si contestaste que sí, cabe preguntarte si responderías igual si fuera considerado un delito grave usar, tener o mostrar cualquier cosa que exprese tu fe.
Si te detuviera un policía de tránsito y te dijera que tu falta no es ir a exceso de velocidad o pasarte un alto sino traer un Rosario colgado del espejo retrovisor, y no sólo te impusiera una considerable multa sino te llevara a la cárcel de donde quién sabe cuándo -o si acaso- pudieras salir; si te enteraras de que unos hombres entraron violentamente a llevarse a los sacerdotes de casi todas las parroquias y no se ha vuelto a saber de ellos; si no pudieras tener fácil acceso a los Sacramentos; si no hubiera quien celebrara Misa, confesara o diera la Unción de Enfermos; si estuviera prohibido que te reunieras con otras personas a rezar el Rosario o asistir a cursos de Biblia o a un retiro, ¿cómo reaccionarías?
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La posibilidad quizá te parezca muy lejana pero hoy en día hay muchos países en los que no existe la libertad religiosa y cualquier muestra de que se profesa un credo distinto al ‘oficial’ se paga muy caro. Los ejemplos mencionados no son imaginarios, han sucedido y siguen sucediendo. Los cristianos somos los más perseguidos en el planeta.
Llama la atención la valentía de católicos nacidos en esos países. Se mantienen firmes en su fe a pesar del horror que enfrentan. Pero llama más la atención la heroicidad de católicos que no nacieron ahí y, renunciando a la vida tranquila que llevaban en su propia patria deciden cumplir el mandato de Jesús de ir a anunciar la Buena Nueva hasta los últimos confines de la tierra (ver Mt 28,19; Hch 1,8) y eligen convertirse en misioneros asumiendo todas las posibles consecuencias. Son personas en verdad admirables que a pesar de saberse frágiles, vulnerables y quizá sentir miedo, superan todo eso de la mano de Aquel que dijo: “En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo!” (Jn 16, 33).
Hace años, cuando cierto protectorado iba a empezar a estar bajo la tutela de un poderoso gobierno anticatólico, mucha gente salió huyendo, atemorizada por lo que vendría. En el aeropuerto, un sacerdote que recién llegaba se topó con un amigo que le preguntó por qué no se iba, si eso era lo sensato pues la cosa se iba a poner ‘color de hormiga’ para los católicos. El padre respondió: ‘por eso tengo que quedarme, porque los que aquí se quedan van a necesitar mi ayuda’.
No es ‘razonable’ a los ojos del mundo la mentalidad de un misionero.
Tenemos el ejemplo de san Pablo. Cuando se convirtió al cristianismo y comenzó a predicar, fue insultado, perseguido, apedreado, encarcelado. Pero no se dio por vencido.
Es que los misioneros están hecho de otra ‘plastilina’. El Señor ha infundido en ellos un amor tan encendido que no les queda más remedio que comunicarlo; decía el Apóstol: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9, 16).
Este mes de octubre volvamos la mirada a los misioneros y misioneras que en todo el mundo arriesgan no sólo su salud y bienestar, sino su propia vida con tal de llevar a otros a los que ni siquiera conocen, el inmenso consuelo de descubrir la misericordia infinita de Dios y la salvación que les ofrece.
Pero no nos limitemos a recordarlos con admiración, ayudémosles de dos maneras muy concretas: aportando lo que podamos a la colecta, y, la más importante: pidamos por ellos. Como santa Teresita del Niño Jesús, Patrona de los Misioneros, que nunca salió de misiones, pero siempre oraba por ellas. Imitémosla. Oremos intensa y diariamente por todos los misioneros, especialmente por los perseguidos, pidiendo a Dios que les dé luz y fortaleza para perseverar en la bella y difícil vocación a la que los ha llamado.
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