El Santo y el grafólogo
Es preciso ver a los santos con otros ojos. No sólo como vencedores, ni sólo como intercesores, sino sobre todo como luchadores
En tiempos de la segunda guerra, que fueron también los tiempos del Papa Pío XII, hubo en Italia un eminente grafólogo llamado Girolamo Moretti (1879-1963) que tenía fama de descubrir los secretos de un hombre con sólo estudiar unas cuantas líneas que éste hubiese garrapateado con cuidado o sin él. Como se sabe, para los grafólogos el hombre se oculta en su escritura.
Girolamo Moretti era franciscano, y había definido así la grafología en uno de sus libros: “Ciencia experimental que, a partir de la expresión gráfica natural del que escribe, revela la personalidad psicofísica con los componentes intelectivos, tendencias temperamentales, aptitudes profesionales, constitución somática y predisposiciones morbosas, congénitas y activas”. ¡Uf! ¡Qué cosas!
Pues bien, un día, un bromista monseñor del Vaticano sustrajo de un importante expediente una carta escrita por San José de Cupertino (1603-1663) para que nuestro grafólogo la estudiase, pues el Papa estaba por nombrar a dicho santo “patrono de los aviadores”. ¡Por supuesto que monseñor Clementi –pues así se llamaba el bromista- nada dijo al grafólogo acerca de quién había escrito aquella epístola que le entregaba!
-Sólo quisiera saber algo acerca del autor de estas líneas –dijo fingiendo ignorancia.
Y le alargó el papel. El grafólogo puso entonces manos a la obra, como se dice, y, tras algunas sesiones de laborioso trabajo, entregó al monseñor el siguiente informe:
-Por lo que he podido ver, amigo mío, el autor de estas líneas es un pobre tipo, débil de carácter, con tendencia a la hipocresía y una cierta inclinación a la venganza.
Monseñor Clementi soltó una carcajada y guardó silencio. Soltó otra carcajada y volvió a guardar silencio.
-¿De qué se ríe usted? –preguntó el grafólogo con humildad franciscana.
-¿Quiere usted saber el nombre del sujeto, del pobre tipo al que acaba de describir?
De la frente del grafólogo brotó una gota de sudor. Y, como vacilaba en responder, monseñor Clementi se adelantó:
-San José de Cupertino. El autor de la carta que ahora me devuelve usted es San José de Cupertino.
-Pero –decía el franciscano, y volvía a decir una y otra vez-: pero, pero…
Luego monseñor Clementi lo tranquilizó diciéndole que el análisis correspondía a la realidad; que, en efecto, tal era la naturaleza contra la que el santo tuvo que luchar todos los días de su vida: debilidad de carácter, tendencia a la hipocresía y una cierta inclinación a la venganza, ¡ni más ni menos!
¿Por qué a menudo se piensa de los santos que nacieron ya con una aureola en la cabeza y que nada les costó llegar a ser lo que fueron?
Por lo que sabemos, Íñigo de Loyola (1491-1556) “era proclive a la arrogancia, al rencor, a la venganza, a la imposición, a la brutalidad, al despotismo y a la vanidad”. ¿Quiere el lector añadir algo más? Y, sin embargo, luchó tanto contra sí mismo que hoy podemos llamarlo, con toda verdad y con mucho orgullo, San Ignacio de Loyola.
San Vicente de Paúl (1581-1660), a su vez, cuando se ordenó sacerdote lo único que quería era, como aseguran sus biógrafos, “hacer carrera y ganar dinero”. Y tanta fue su prisa en escalar las cumbres que incluso llegó a falsificar sus documentos personales con el fin de engañar a sus superiores con respecto a su edad y cumplir así con la exigencia canónica. ¿Cómo fue que este hombre chapucero, que en el seminario se avergonzaba de sus padres, que eran de baja extracción, llegó a ser el gran amador y defensor de los pobres?
San Francisco Javier (1506-1552), hombre de noble cuna –mejor dicho, de cuna nobilísima-, de ser un introvertido como era y un lacónico y un antisocial, se transformó en una persona extremadamente cordial, profundamente afable, comunicativa, solícita y amable. ¿Cómo se operó semejante milagro?
“No descuidéis la dulzura…; reprimid los arranques del carácter vivo y ardiente que es el vuestro”, escribía en 1603 San Francisco de Sales a la señora Flechère. Cuando uno lee los libros de este santo, se queda con la sensación de que, para él, nada hay más importante que la suavidad de espíritu. “¡Sé dulce!”: tal parece ser su imperativo categórico. Y él lo fue, ¡pero al precio de cuántas batallas! Su naturaleza, como la burra de Balaán, tiraba para otros senderos. Era, dicen sus biógrafos, “de carácter sumamente irritable, colérico, brusco, impaciente, intempestivo”. Pero con el trabajo personal y la gracia de Dios se tornó tan delicado, tan paciente, tan sereno y tan manso que, no sin razón, el pueblo de Dios le concedió este sobrenombre fascinante: el Doctor Suave.
Y San Agustín…
Y San Jerónimo…
Y San Juan María Vianney, el Cura de Ars…
¡Y pensar que hay cristianos que no aman a los santos! Y no sólo no los aman, sino que los aborrecen. Dicen:
-Los católicos son idólatras, porque lo adoran…
No los adoramos, pero los veneramos. Yo, en particular, los venero porque amaron a Dios mucho más que a sí mismos. Porque, al verlos cómo eran antes y cómo fueron después, se enciende mi esperanza. Ellos me dicen, nos dicen: “¡Trabaja! ¿Te tocó lidiar con una naturaleza difícil? ¡No importa! ¡Nada está perdido!”.
Es preciso ver a los santos con otros ojos. No sólo como vencedores, ni sólo como intercesores, sino sobre todo como luchadores.