Ejercicios de ausencia
¿Cómo no se me había ocurrido pensar que todo día de descanso es un ejercicio de ausencia altamente necesario?
Hoy, miércoles, es mi día de descanso. Durante seis días sudarás y te cansarás, pero el séptimo día reposarás. Esta orden viene de muy lejos, desde los tiempos del Antiguo Testamento. Sí, es necesario que haya un día para sentirnos libres, para respirar a pleno pulmón y dejar de escuchar las voces que no nos hablan si no es para darnos instrucciones o exigirnos algo. Este día el teléfono se apaga y el corazón se enciende. Durante seis días casi no tenemos tiempo, pero el séptimo día es un tiempo para tener tiempo.
En los días laborales uno se defiende de la lluvia, corre, se agazapa, pero en nuestro día de descanso la vemos caer a través de los cristales y bendecimos a Dios por esas gotas de vida que hacen reverdecer no sólo la tierra, sino también el alma. Hoy es mi día de descanso. ¡Tengo una tarde entera para mí solito! En realidad no suelo hacerlo nunca, pero hoy me he puesto el pijama a las seis: hace un frío delicioso y pienso disfrutarlo lo más que pueda.
¡Golpea los barrotes!
Lanza un grito
y sal, si puedes.
Sal al encuentro del mar,
de la luna, de la casa,
de la taza de café.
Me gusta mucho este poema de Carl Sandburg (1878-1967), el poeta estadounidense. Sí, la libertad es también esto, y nadie sabe si en realidad sea sólo esto: poderse tomar a gusto, sin que suene el teléfono, sin tener que apresurarnos, una taza de café. Veo humear a lo lejos mi vieja cafetera, la veo esparcir su olor por todos los rincones, y me siento feliz. Feliz y libre.
Pero de pronto, entre sorbo y sorbo, me asalta un remordimiento. ¿Cómo puedo estar aquí, en pijama, tomándome una taza de café, cuando hay personas que seguramente en este mismo instante me buscan en mi oficina? De pronto, y sin saber cómo, empiezo a sentirme culpable. Es cierto que desde ayer por la tarde había pedido a un colega amigo que dijera por mí la Misa de hoy, pero eso, por desgracia, no suaviza mi pesar. Si me vieran aquí, tomándome una taza de café a las seis de la tarde, ¿qué pensarían de mí los que me buscan?
Al instante el brebaje me parece insípido y ya no puedo disfrutarlo. “¡Dios mío! –me digo a mí mismo-, ¿es que he perdido incluso la capacidad de hacer una pausa y descansar tranquilo? ¡Todos tenemos derecho a estirar las piernas!”. Y, aunque todo esto me digo, y aún otras muchas cosas que no transcribiré aquí, yo sigo desasosegado. Veinticinco años de andto, ar de aquí para allá sin punto de reposo me han inoculado el virus de la prisa, y cuando el tiempo parece estirarse ya no sé qué hacer con él. ¿Por qué, por ejemplo, estos sentimientos de culpa? ¿Es que no tengo derecho a estar también conmigo?
Voy a mi cuarto y me quito el pijama. ¡En pijama a estas horas! ¡Debería darte vergüenza, Juan Jesús! Me pongo ropa para salir de casa y la fina lluvia que no deja de caer me da lo mismo: ni siquiera reparo en ella. Bien, ya estoy vestido. Pero, ¿adónde voy? Antes tendría que hablarle por teléfono a mi amigo para decirle que no diga la Misa por mí, que para eso estoy yo y que muchas gracias de todas formas. ¿Pero cómo decirle esto a mi amigo? Debí avisarle con anticipación. ¡Quién sabe a qué compromiso había renunciado para que yo, al final, le saliera con esto! No, no voy a hablarle: sería incorrecto, y además no es justo. Me vuelvo a sentar a la mesa, pero el café está frío. Entonces me pongo a dar vueltas como un ratón en una jaula y quisiera morirme de una vez por todas. ¿Por qué había molestado a mi colega si no era necesario hacerlo? Como por instinto me pongo a ver mi agenda, y descubro que la página del día siguiente –jueves 28 de marzo- está llena de anotaciones. ¡Vaya –me vuelvo a decir-, menos mal! Mañana demostraré al mundo entero que no soy este flojo que se ha pasado la tarde de hoy holgazaneando. ¿Pero es que no tengo derecho ni siquiera a un día libre? –sigo diciéndome-. ¡Es justo que lo tenga! Además, es una orden divina: “Durante seis días sudarás y te cansarás”, etcétera, y si es Dios mismo quien lo dice, por algo será. ¿Y qué culpa tengo yo que, por ser sacerdote, mi día de descanso no caiga nunca ni en sábado ni en domingo, sino en miércoles?
Bien sumido en estos monólogos estoy cuando de pronto caigo en la cuenta de que tomarme un día a la semana, sea éste el que fuere, puede ser visto como un vero e proprio ejercicio espiritual, como un ejercicio de desasimiento y humildad, pues este día, por decir así, es como un anticipo de lo que sucederá cuando yo ya no esté en este mundo o esté solo en una cama y sin poder moverme. ¿Qué va a pasar entonces? Que la vida seguirá igual, que otro sacerdote tomará mi puesto y todo continuará más o menos como siempre. ¡Ah, no porque yo ya no esté mi parroquia dejará de existir!
Ahora bien, si digo mi parroquia es únicamente porque allí me mandó el Obispo, pero no porque sea mía. Yo estoy en ella un poco así como estoy en este mundo: sólo prestado. Sí, es bueno que hoy no vaya, es incluso saludable, para que no vaya a incurrir en el error de pensar que sin mí todo se vendrá abajo, que soy indispensable. ¡Pues bien, nada se vendrá abajo! Al menos por mi ausencia, no. Y al pensar en estas cosas el alma me vuelve al cuerpo. ¿Cómo no se me había ocurrido pensar que todo día de descanso es un ejercicio de ausencia altamente necesario? Gracias a este ejercicio nos hacemos no sólo más humildes, sino también más resignados. Y habiendo concebido estos dulces pensamientos, habiendo comprendido lo que Dios quiso que experimentáramos en días como éstos, vuelvo a la cocina y caliento otra taza de café.
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El autor es: Sacerdote, periodista, escritor y Rector del Colegio Mexicano de Roma.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.