El día que la Virgen de Guadalupe sacó de la depresión al Papa Francisco
La vida del entonces padre Jorge Bergoglio cambió cuando le regalaron una medalla de la Virgen.
El gran carisma del Papa Francisco sólo se puede entender desde sus orígenes y formación, en cuyos detalles ahonda el periodista argentino Armando Rubén Puente, en su obra La vida oculta de Bergoglio, en la que comparte historias inéditas de la vida del Santo Padre.
Uno de estos relatos es precisamente sobre aquellos años en los que el entonces padre Jorge Mario Bergoglio –ahora Papa Francisco– pasó oculto en la Provincia de Córdoba (Argentina), en donde padeció una grave y prolongada crisis interior, tras dejar de ser Provincial para Argentina de la Compañía de Jesús, cargo que ocupó a los 36 años.
Se encontraba en la Residencia Mayor que la Compañía tenía en esa capital, ubicada en la calle Caseros 141; el sacerdote –quien había cumplido para entonces los 52 años– se limitaba a servir en el templo anexo celebrando Misa y confesando.
Se trataba de una gran crisis interior que lo hizo aferrarse a lo que decía san Ignacio de Loyola: “Dado por supuesto que en la desolación no debemos cambiar los primeros propósitos, aprovecha mucho reaccionar intensamente contra la misma desolación como, por ejemplo, insistir más en la oración y meditación, en examinarse mucho, y en alargarnos en algún modo conveniente de hacer penitencia”.
En la habitación que se le había asignado, y ante el Santísimo, pasó muchas horas orando y recordado su infancia, sus padres y sus abuelos inmigrantes.
El sacerdote jesuita Carlos Carranza, asegura que el padre Bergoglio no quería más que dedicarse a orar, de tal manera que lo creían enfermo; tanto, que el director de la residencia, el P. José Antonio Sojo, preocupado y sabiendo que dormía poco y mal, le ofreció cambiarlo de habitación a una interior, para que no le molestara el ruido de la calle y pudiera descansar, pero el P. Bergoglio no quiso.
Sus hermanos religiosos sentían mucha pena por él, pues se pasaba horas sentado en la galería de la casa mirando el vacío, con la mirada perdida.
La doctora Selva Tissera, quien lo atendía de sus dolencias, fue quien le llevó al padre Bergoglio una imagen de la Virgen de Guadalupe. “Estaba preocupada por la salud y estado emocional del padre Bergoglio y por eso le traje de México una medalla de la Virgen de Guadalupe, que compré cuando visité el santuario de la Patrona de América. Cuando se la di, Bergoglio se emocionó al punto de que se le empañaron los ojos y se la colgó al cuello”.
Más tarde, él mismo reconocería que desde aquel momento cambió su vida.
El padre Jorge Bergoglio sabía muy bien que su problema era “que tenía el corazón dolido, herido, rencoroso, incapaz de perdonar”. Sabía que “hay cosas que no se pueden borrar y que perdonar es mirarlas desde otra óptica, redimensionar la ofensa, esa llaga”, que “el fundamento de todo perdón es imitar a Dios”, que “aunque no podamos disimular o pasar por alto una ofensa, como hace Él en su perfección y santidad infinita, lo que sí podemos es dejar pasar un poco el tiempo, aguantar el dolor, padecer con paciencia la ofensa, el agravio, la injusticia, hasta que llegue el momento en que –con la ayuda de Dios– mudemos el corazón, cambiemos el corazón de piedra en uno de carne, como dice el profeta Ezequiel, como Dios quiere. Es un trabajo que solo Él puede hacer en la medida que uno se ponga a tiro, con ese esfuerzo ascético de pedir perdón, de reconocer mis culpas, que había fallado, en lugar de intentar cobrar las cosas que podían haberme hecho”.
Asegura el periodista Armando Rubén que Bergoglio sentía que estaba en el exilio hasta que se dio cuenta, poco a poco, que era “una mala nostalgia, en la que se vuelve atrás y se pierde la esperanza”.
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“En aquellos dos años dedicados casi exclusivamente a meditar, orar y confesar, Bergoglio experimentó la misericordia y conoció los grandes sufrimientos de muchos que acudían confesarse, mujeres que habían abortado, prostitutas, y otras muchas personas castigadas por circunstancias de la vida. Conoció un mundo distinto a aquel en el que se había movido durante veinte años y tuvo que aprender una pastoral diferente”.
La lección de aquella crisis, la explicaría más tarde con las siguientes palabras: “Debemos transitar en paciencia, sobre todo ante el fracaso y el pecado, cuando nos damos cuenta de que quebramos nuestro propio límite”.
Fueron, pues, esos años oscuros en los que aprendió mucho como pastor, fueron clave para la formación de ese corazón de pastor que lo ha convertido en un líder espiritual tan distinto a otros y tan cercano a la gente, como se le conoce en la actualidad.