“Evangelizar constituye […] la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”[1], escribió San Paulo VI en su carta encíclica Evangelii nuntiandi.
La Iglesia consciente de su identidad y misión, ha sido siempre fiel al encargo de su Señor, y ha respondido a esa misión de forma ininterrumpida, encarnada en los distintos tiempos y épocas, contextos, circunstancias históricas y realidades socioculturales.
En esta misma línea, el Papa Francisco, a lo largo de todo su pontificado, nos ha recordado la naturaleza misionera de la Iglesia. Lo hizo ya en su primera encíclica, “Evangelii gaudium”, que podríamos considerar como programática de su servicio a la Iglesia, y lo sigue haciendo hoy invitándonos insistentemente a ser una Iglesia en salida, una Iglesia misionera y sinodal.
Esta vehemente insistencia del Papa y la escucha a toda la Iglesia durante la preparación y realización del sínodo sobre la sinodalidad, ha quedado plasmada en el documento conclusivo de la segunda sesión de la XVI Asamblea general ordinaria del sínodo de los obispos: “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión” de octubre del 2024.
Lo anterior hace comprensible que la Iglesia necesite sacerdotes que, como fieles discípulos de Cristo, tengan un gran corazón misionero, sediento de dar a conocer el evangelio a todas las personas, pero especialmente a los marginados que viven en diversas periferias existenciales, a los descartados y a los más pobres. La Iglesia que peregrina en la Arquidiócesis de México requiere de pastores santos, generosos, creativos y audaces, dispuestos a llevar la luz y el amor de Cristo a todas las personas, comunidades y ambientes que la conforman.
Por ello, resulta decisivo que los futuros sacerdotes aprovechen de la mejor manera el tiempo de la formación inicial para madurar de forma integral en las cuatro dimensiones formativas (humana, espiritual, intelectual y pastoral), lo cual implica en su raíz, la “formación del corazón”.
Al respecto, cabe recordar que el 24 de octubre del 2024 el Papa Francisco publicó para la Iglesia universal su carta encílica Dilexit nos, acerca del amor humano y divino del corazón de Cristo. Las reflexiones y orientaciones que el Santo Padre nos ofrece en dicho documento resultan particularmente inspiradoras para la formación del corazón de los futuros sacerdotes.
La Sagrada Escritura nos dice: “Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Prov 4,23).
En la cultura bíblica el corazón tiene un profundo significado antropológico y teológico. La Biblia no entiende el corazón únicamente como el órgano físico, ni tampoco lo vincula prioritariamente con los sentimientos y emociones. Para la Biblia el corazón se identifica con la interioridad más profunda de la persona que es la sede de los pensamientos, las convicciones, los deseos y, sobre todo, de las decisiones más determinantes del ser humano.
La respuesta vocacional se fragua en el corazón. La disponibilidad para servir y entregar la vida a los demás a ejemplo de Jesús es consecuenciade un arduo proceso interiorde trabajo sobre el propio corazón (trabajo humano y espiritual a la vez), el cual dura toda la vida, pero con la formación inicial en el seminario vivido como tiempo privilegiado para ese trabajo interior.
Así pues, la citada exhortación del libro de los proverbios: “Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Prov 4,23) habrá de inspirar y animar la formación de los futuros sacerdotes en todas sus dimensiones y aspectos, a fin de que se vaya fraguando en ellos un corazón semejante al de Cristo Buen Pastor, es decir, un corazón libre para donarse, un corazón sano, reconciliado y unificado; un corazón bueno y en paz, centrado en la caridad y en el servicio a los demás, en los intereses del reino y en la misión evangelizadora; un corazón que ha superado la referencia desproporcionada a sí mismo.
En suma, los años preciosos de la formación inicial deberán engrandecer el corazón de los futuros pastores para que sea cada vez más semejante al de Cristo, pues los futuros sacerdotes solamente estarán en condiciones de comprenderse y de vivirse como auténticos misioneros y pastores en una urbe cuya necesidad de evangelización nos desafía a cada momento, si se dejan tocar y transformar por Dios, por su amor, por su palabra y por su Espíritu.
Asimismo, es decisivo que quienes serán presencia sacramental de Cristo sacerdote en medio de las comunidades cristianas busquen alcanzar, con la gracia de Dios y el proceso formativo, aquello que el rey Salomón pidió al Señor para reinar sobre su pueblo: “Concede a tu siervo un corazón que sepa escuchar, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal” (1Reyes 3,9).
La Iglesia universal y la Iglesia que peregrina en la Arquidiócesis de México necesitan de pastores que sepan escuchar, en primer lugar a Dios y después a sí mismos en el sagrario de su conciencia; pastores que sepan escuchar a la Iglesia y en ella al Magisterio y a los fieles, que escuchen los gritos y urgencias pastorales de aquellos a quienes serán enviados, que sepan advertir, escuchar y discernir los signos de los tiempos, así como los desafíos y oportunidades que la evangelización plantea en cada momento y circunstancia a la Iglesia que camina en la Arquidiócesis de México.
Con estos pensamientos seguimos poniendo bajo la custodia del corazón Inmaculado de María y bajo la protección de san José, el corazón de todos los seminaristas para que se configuren cada vez más con el corazón misericordioso de Jesucristo, Buen Pastor, enviado del Padre.
[1] PAULO VI, Evangelii nuntiandi
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