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COLUMNA

La voz del Obispo

25 años de Gracia y Bendición

Ser llamado por Dios y por la Iglesia a entregar mi vida por el Evangelio de Jesucristo, sirviendo a la comunidad cristiana, ha sido sin duda un privilegio inmerecido.

29 diciembre, 2023

Quisiera aprovechar que esta columna se publica a dos días de mi XXV aniversario sacerdotal (9 de enero) para compartirles un poco de mi experiencia de lo que han significado estos 25 años de ministerio y pedirles su oración por todos los sacerdotes.

Ser llamado por Dios y por la Iglesia a entregar mi vida por el Evangelio de Jesucristo, sirviendo a la comunidad cristiana, ha sido sin duda un privilegio inmerecido, una tarea que supera mis capacidades y una experiencia que jamás termina de sorprenderme. ¡Jamás hubiera imaginado haber podido ayudar a tanta gente, llevándoles el amor, la ternura y la misericordia de Dios, con tan solo una mirada, un momento de escucha atenta, o una bendición!

Recuerdo a cada comunidad que he servido con muchísimo cariño; en ellas hay rostros concretos, gestos y memorias que hoy, sin duda, son parte de mi corazón.

Recuerdo a las familias, los jóvenes y personas mayores de la parroquia de Corpus Christi, que con su alegría y celo apostólico marcaron los primeros años de mi ministerio; ellos fueron testigos de cómo despedía a mi padre en su camino hacia la vida eterna a tres meses de haber iniciado mi ministerio.

Después, conocí en la ciudad de México, mientras cursaba mis estudios pontificios, a la comunidad de sordos de la parroquia de San Hipólito, de ellos llevo en mi corazón la importancia de mirar con amor lo que mi prójimo quiere comunicarme para comprenderlo mejor; ellos me acompañaron en mi ordenación sacerdotal, interpretando toda la celebración para algunos sordos que estaban presentes.

A mi regreso me pidieron acompañar a los asesores y líderes juveniles de la Arquidiócesis; jamás hubiera imaginado la increíble experiencia de acompañar a chavos banda a dejar el vicio y continuar el sueño de Dios sobre ellos, para que fueran hombres y mujeres de bien. Sin duda, la asociación Raza Nueva en Cristo sembró la esperanza en mi corazón.

Posteriormente me pidieron acompañar como formador y maestro a los futuros sacerdotes en el Seminario; ahí pasé ocho años intensos de acompañamiento y docencia. Estos años marcaron mi corazón de pastor, pues para enseñar el camino del sacerdocio, no hay mejor pedagogía que el ejemplo; por eso, exigieron entrega, docilidad y mucha dedicación. ¡Sin duda, fueron ocho años maravillosos!

De ahí me enviaron a estudiar cuatro años mi especialización como doctor en Teología. Estos fueron años sacerdotalmente muy distintos, pues no presidía ninguna comunidad, ni impartía sacramentos regularmente; ahí aprendí que también se podía servir a la Iglesia fomentando la fraternidad sacerdotal, preparándome con esmero y compartiendo el Evangelio por los medios que fueran. Mi corazón guarda grandes amistades forjadas en este tiempo.

Al regresar de Roma, después de 17 años de sacerdocio, pude tener la experiencia de ser pastor de una comunidad: la parroquia de San Jorge Mártir en San Nicolás de los Garza fue quien me recibió como párroco por primera vez. Una gran comunidad, llena de vida sacramental y pastoral; las ceremonias de XV años y bodas, además de las confesiones, ¡nunca se terminaban! Además, entre los tres sacerdotes, acompañábamos más de 50 grupos apostólicos, ¡más lo que el Espíritu fuera suscitando en el camino! Ahí experimenté la fecundidad que un pastor siente al guiar una comunidad; el cariño de la gente, el reto de escucharlos a todos, de discernir los carismas del Espíritu, de caminar como equipo sacerdotal en comunión, todo ello exigía una intimidad con el Señor para ser fiel a su Camino. San Jorge Mártir, ¡“enséñanos a dar la vida por Cristo”!

A pocos dos años de comenzar como párroco, el Arzobispo me llevó al Santuario de Nuestra Señor de Fátima; esta era la parroquia donde había nacido mi vocación, a Nuestra Madre había consagrado mi vocación en este santuario; no cabía mayor felicidad que servirle a ella, para que su Hijo fuera más amado. Ahí experimenté la misericordia de Dios y su infinita bondad, pero también una de las pruebas más fuertes de mi vida; a los 9 meses de ser un feliz párroco, la Iglesia me llamó a servir como obispo en la Arquidiócesis de México.

Pasar de ser pastor de una comunidad, a pastor de pastores, es algo que nunca había deseado, ni pedido; sin embargo, escuchaba a Jesús que me decía, “no es tu misión, sino la mía, aquí quiero que me sigas”. Con temor y temblor, reconociendo que la misión me superaba por mucho, pero que mi fuerza estaba en Jesús, comencé esta nueva experiencia episcopal colaborando con el Sr. Arzobispo, don Carlos Aguiar Retes y mis hermanos obispos auxiliares. Estos casi cuatro años han marcado mi corazón con paciencia, misericordia y admiración. Paciencia con la Iglesia que camina entre luces y sombras siguiendo los pasos de Cristo; misericordia con mis faltas y las de algunos miembros de la Iglesia que han caído en tentación; y admiración por todos los laicos y sacerdotes que entregan con creatividad, generosidad y docilidad su vida por el Evangelio.

Apenas han transcurrido 25 años y ya mi corazón rebosa de gozo en el Señor por las maravillas que me ha permitido presenciar; en verdad, Dios ha sido misericordioso, ha cuidado mis pasos, me ha levantado cuando me he tropezado y ha sido fiel a su Palabra. Sea su Nombre siempre Bendito y alabado.

Por tu Pueblo, para tu Gloria, siempre tuyo Señor.