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COLUMNA

Columna invitada

Religiosidad para holgazanes

Mientras leía el libro "La felicidad invisible" de Juan Áreias, me preguntaba: ¡Dios de mi vida, ¿cómo puede cambiar alguien en el breve transcurso de una vida?

16 marzo, 2021
Leía hace poco un libro de Juan Arias titulado La felicidad invisible, y apenas podía creer que se tratara del mismo Juan Arias al que yo admiré y leí en los lejanos tiempos de mi juventud. ¿Se trataba, en realidad, de la misma persona o me la habían cambiado por otra? Pero no, por lo visto era el mismo Juan Arias de siempre. ¡Dios de mi vida, cómo puede cambiar alguien en el breve transcurso de una vida! En este libro del que hablo, el autor hace a sus lectores la siguiente sugerencia: que busquen la felicidad a través de la religión. ¿De qué religión? De la que sea, de la que le guste a uno, de la que se sienta más afín o de la que le choque menos. Sin embargo, no, que no se engañe el lector: no se trata de afiliarse a ninguna iglesia, porque las iglesias –dice Juan Arias- son un fraude. En realidad, de lo que se trata es de ser religiosos –y, por lo tanto, de ser también felices- adorando incluso a las deidades del panteón azteca. ¿Por qué no arrodillarse, por ejemplo, ante una imagen de Xochiquetzal? Después de todo, éste es el dios de la alegría, de las flores y del amor: un dios alegre que no se parece en nada a ese Dios monoteísta tan enojado siempre con todo el mundo y tan tirano. “Los hombres –apunta nuestro autor- crearon sus dioses para que los defendieran de los peligros; para que los protegiesen de sus miedos; para que bendijeran sus cosechas; para que no perecieran sus hijos pequeños; para poder ser más felices o, si se quiere, para ser menos infelices; para librarse de los medios y sombras que le rodeaban. Eran dioses al servicio de los hombres, y aun cuando pedían sacrificios, ello no era en función de una recompensa en el más allá, sino para estar mejor aquí, en la tierra”. He aquí un argumento muy romántico y muy bello; pero, sin duda, inconsistente; pero, sin duda, demasiado frágil. Porque si fueron los hombres los que crearon los dioses y no al revés, ¿cómo puedo esperar de ellos que me bendigan y protejan mis cosechas? Es como si yo creara un personaje en mi imaginación, lo llamara luego Goritel o algo parecido y por último le pidiese que me defienda de los peligros de la vida. ¡Ah –exclama Juan Arias-, qué hermosos eran aquellos dioses que comían flores! En cambio, qué terrible es el Dios monoteísta que sólo se alimenta de sangre. “Hoy los dioses –dice- ya no comen flores. Suelen preferir nutrirse de las lágrimas de hombres y mujeres… En general se puede decir que en la medida en que las religiones se modernizan, se sofistican, se teologizan, su Dios se hace más lejano, más severo, más proclive al dolor que a la felicidad de los hombres, casi celoso de su felicidad”. El Dios de los cristianos –escribe Arias- es masoquista, iracundo, vengador. ¡Los hombres no deberían de tener nada que ver con él! ¿Para qué, si bien se piensa? ¿Para que luego los abrume con el peso de sus mandamientos? ¿Para que los derribe con la artillería pesada de sus decretos, leyes y prohibiciones? ¡Viva la paz! ¡Que cada uno se cree un dios a su medida y haga lo que le dé la gana! O en palabras textuales suyas: “Cada uno es sacerdote de sí mismo y tiene derecho a sentir la respiración de lo sagrado en lo que más le agrade. Nadie como cada uno, sin necesidad de mediaciones, para descubrir lo que de sagrado existe oculto en las cosas y en las personas, en la hoja de un árbol, en las alas de una mariposa, en la corola de una flor o en el alma generosa de alguien que vive para los demás más que para sí mismo”. En este sentido, recoger piedras en el bosque o a la orilla de los ríos podría ser el colmo de la religiosidad: por lo menos esto es lo que piensa Juan Arias al evocar la larga entrevista que hizo un día a José Saramago, el famoso escritor portugués: “De Saramago me impresionó saber por él mismo, tras un largo coloquio en el que intentó convencerme de su ateísmo, que recogía piedras en la calle y las llevaba a su casa como si fueran algo sagrado. Seguro que él le daba otro sentido a aquella recolecta de piedras, pero para mí fue sintomático. ¿Qué tiene una piedra para merecer aprecio, para merecer inclinarse en la calle para recogerla y llevársela a su casa? Se podría decir que nada, que era un simple hobby. Podría haber dicho Saramago: ‘Me gustan las piedras porque me gustan’. Es verdad. Pero también es cierto que en aquel gesto había algo más. Es una constatación, consciente o inconsciente, a veces muy subliminal, de una conciencia de la sacralidad de las cosas. Una sacralidad que no nace de ninguna Iglesia, ni de ninguna religión, a las cuales el escritor se siente ajeno. Llegaría a decir que Saramago, en el momento de recoger una piedra con cariño, ya la estaba consagrando, se convertía él mismo en sacerdote”. ¡Recoger piedras como un acto profundamente espiritual! ¿No es esto una tontería, o, en el mejor de los casos, una mera religiosidad para holgazanes? Sí, hoy se inventan este tipo de religiones light para no tenerle que ver la cara a un Dios que bien podría decirnos como a aquellos hombres del Evangelio: “Sígueme”. ¿Qué haríamos entonces? ¿Dónde tendríamos que meternos para huir de Él? Es mejor así: encendemos en casa una velita por la noche, nos quedamos pendientes del ondular de su llama, ponemos de fondo una suave música new age y ya está: podemos decir de nosotros mismos que somos seres profundamente espirituales y quizá también hasta un poco místicos. Pero si el acto de Saramago vale lo mismo que el que ejecuta, por ejemplo, una joven religiosa que se pasa día y noche atendiendo a un enfermo al que ni siquiera conoce y que no va a retribuirle ninguno de sus sacrificios; si, en el plano espiritual, vale igual inclinarse para levantar un guijarro que cuidar abnegadamente a un enfermo de sida, entonces no hay nada qué hacer: apaga y vámonos. Muy bien resumió el pensamiento de estas espiritualidades light el maestro Juan de Mairena cuando dijo en una de sus lecciones (lecciones que con tanto aprecio recogió después el poeta Antonio Machado): “Un Dios existente y vivo, hijos míos, sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!”. El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Leía hace poco un libro de Juan Arias titulado La felicidad invisible, y apenas podía creer que se tratara del mismo Juan Arias al que yo admiré y leí en los lejanos tiempos de mi juventud. ¿Se trataba, en realidad, de la misma persona o me la habían cambiado por otra? Pero no, por lo visto era el mismo Juan Arias de siempre. ¡Dios de mi vida, cómo puede cambiar alguien en el breve transcurso de una vida!

En este libro del que hablo, el autor hace a sus lectores la siguiente sugerencia: que busquen la felicidad a través de la religión. ¿De qué religión? De la que sea, de la que le guste a uno, de la que se sienta más afín o de la que le choque menos. Sin embargo, no, que no se engañe el lector: no se trata de afiliarse a ninguna iglesia, porque las iglesias –dice Juan Arias- son un fraude.

En realidad, de lo que se trata es de ser religiosos –y, por lo tanto, de ser también felices- adorando incluso a las deidades del panteón azteca. ¿Por qué no arrodillarse, por ejemplo, ante una imagen de Xochiquetzal? Después de todo, éste es el dios de la alegría, de las flores y del amor: un dios alegre que no se parece en nada a ese Dios monoteísta tan enojado siempre con todo el mundo y tan tirano.

“Los hombres –apunta nuestro autor- crearon sus dioses para que los defendieran de los peligros; para que los protegiesen de sus miedos; para que bendijeran sus cosechas; para que no perecieran sus hijos pequeños; para poder ser más felices o, si se quiere, para ser menos infelices; para librarse de los medios y sombras que le rodeaban. Eran dioses al servicio de los hombres, y aun cuando pedían sacrificios, ello no era en función de una recompensa en el más allá, sino para estar mejor aquí, en la tierra”.

He aquí un argumento muy romántico y muy bello; pero, sin duda, inconsistente; pero, sin duda, demasiado frágil. Porque si fueron los hombres los que crearon los dioses y no al revés, ¿cómo puedo esperar de ellos que me bendigan y protejan mis cosechas? Es como si yo creara un personaje en mi imaginación, lo llamara luego Goritel o algo parecido y por último le pidiese que me defienda de los peligros de la vida. ¡Ah –exclama Juan Arias-, qué hermosos eran aquellos dioses que comían flores! En cambio, qué terrible es el Dios monoteísta que sólo se alimenta de sangre. “Hoy los dioses –dice- ya no comen flores. Suelen preferir nutrirse de las lágrimas de hombres y mujeres… En general se puede decir que en la medida en que las religiones se modernizan, se sofistican, se teologizan, su Dios se hace más lejano, más severo, más proclive al dolor que a la felicidad de los hombres, casi celoso de su felicidad”.

El Dios de los cristianos –escribe Arias- es masoquista, iracundo, vengador. ¡Los hombres no deberían de tener nada que ver con él! ¿Para qué, si bien se piensa? ¿Para que luego los abrume con el peso de sus mandamientos? ¿Para que los derribe con la artillería pesada de sus decretos, leyes y prohibiciones? ¡Viva la paz! ¡Que cada uno se cree un dios a su medida y haga lo que le dé la gana! O en palabras textuales suyas: “Cada uno es sacerdote de sí mismo y tiene derecho a sentir la respiración de lo sagrado en lo que más le agrade. Nadie como cada uno, sin necesidad de mediaciones, para descubrir lo que de sagrado existe oculto en las cosas y en las personas, en la hoja de un árbol, en las alas de una mariposa, en la corola de una flor o en el alma generosa de alguien que vive para los demás más que para sí mismo”. En este sentido, recoger piedras en el bosque o a la orilla de los ríos podría ser el colmo de la religiosidad: por lo menos esto es lo que piensa Juan Arias al evocar la larga entrevista que hizo un día a José Saramago, el famoso escritor portugués:

“De Saramago me impresionó saber por él mismo, tras un largo coloquio en el que intentó convencerme de su ateísmo, que recogía piedras en la calle y las llevaba a su casa como si fueran algo sagrado. Seguro que él le daba otro sentido a aquella recolecta de piedras, pero para mí fue sintomático. ¿Qué tiene una piedra para merecer aprecio, para merecer inclinarse en la calle para recogerla y llevársela a su casa? Se podría decir que nada, que era un simple hobby. Podría haber dicho Saramago: ‘Me gustan las piedras porque me gustan’. Es verdad. Pero también es cierto que en aquel gesto había algo más. Es una constatación, consciente o inconsciente, a veces muy subliminal, de una conciencia de la sacralidad de las cosas. Una sacralidad que no nace de ninguna Iglesia, ni de ninguna religión, a las cuales el escritor se siente ajeno. Llegaría a decir que Saramago, en el momento de recoger una piedra con cariño, ya la estaba consagrando, se convertía él mismo en sacerdote”.

¡Recoger piedras como un acto profundamente espiritual! ¿No es esto una tontería, o, en el mejor de los casos, una mera religiosidad para holgazanes? Sí, hoy se inventan este tipo de religiones light para no tenerle que ver la cara a un Dios que bien podría decirnos como a aquellos hombres del Evangelio: “Sígueme”. ¿Qué haríamos entonces? ¿Dónde tendríamos que meternos para huir de Él? Es mejor así: encendemos en casa una velita por la noche, nos quedamos pendientes del ondular de su llama, ponemos de fondo una suave música new age y ya está: podemos decir de nosotros mismos que somos seres profundamente espirituales y quizá también hasta un poco místicos.

Pero si el acto de Saramago vale lo mismo que el que ejecuta, por ejemplo, una joven religiosa que se pasa día y noche atendiendo a un enfermo al que ni siquiera conoce y que no va a retribuirle ninguno de sus sacrificios; si, en el plano espiritual, vale igual inclinarse para levantar un guijarro que cuidar abnegadamente a un enfermo de sida, entonces no hay nada qué hacer: apaga y vámonos.
Muy bien resumió el pensamiento de estas espiritualidades light el maestro Juan de Mairena cuando dijo en una de sus lecciones (lecciones que con tanto aprecio recogió después el poeta Antonio Machado): “Un Dios existente y vivo, hijos míos, sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!”.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.