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COLUMNA

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El abogado de Dios

Si los amigos de Dios lo defendiéramos con el mismo ardor con que sus enemigos lo niegan, las cosas, creo, andarían mejor…

13 octubre, 2024

Estoy aturrullado, atónito, perplejo, patidifuso. Bueno, como eso de estar patidifuso es muy español, y yo no soy español, digamos que no estoy patidifuso. Pero sí pasmado, indignado, sorprendido, malhumorado, turulato. ¿Qué más estoy? Tome el lector un diccionario de ideas afines, repase mentalmente las que encuentre en él y hágame el favor de aplicarlas todas, sin desdeñar ninguna, a mi situación anímica de hoy.

Desde hace tiempo escuchar la radio o encender el televisor se ha convertido para mí en un suplicio. ¿Por qué tuve entonces que encender este último precisamente a esta hora en que la vida me parecía bella? Fue, debo confesarlo, un acto automático. En realidad, no pensaba encenderlo, pero llegué a casa y, junto con la luz, junto con la hornilla de la estufa, junto con el calentador a gas, encendí también el televisor. Tal vez lo encendí, ahora caigo en la cuenta de ello, pensando que se trataba del horno de microondas. En fin, aquí estoy, asistiendo, por decirlo así, a un debate en el que a cada paso se menciona la palabra Dios. En teoría, la cosa debía interesarme, pero en realidad me enerva, porque ya sé cómo se hacen estas cosas y, sobre todo, cómo se planean.

Me digo a mí mismo dando un sorbo a mi taza de café: “De seguro que el que se encargue de defender la causa de Dios va a ser, para no variar, el abogado menos hábil”. Es decir, que será malo. El malo de la película, quiero decir, o sea, el malo del programa, el villano del debate. Y así fue, en efecto. ¡Ah, desde qué tiempos remotos la televisión ha dejado de sorprenderme!

El ateo que ha sido invitado al panel es de una elocuencia admirable, y qué simpático es, y qué chistes tan graciosos cuenta. A todas luces se ve que es bien vivillo. Tiene gracia, tiene humor y, sobre todo, sabe atraerse las simpatías del auditorio. También es fotogénico y bastante despejado de mente. Al oírlo hablar, uno siente de pronto la gana inmensa de parecerse a él: con tanta donosura y desparpajo aborda la más delicada de las cuestiones. Y, por lo demás, queda al final bastante bien librado. Todos llaman al auditorio para felicitarlo. A mí, por lo pronto, se me antoja ponerme a aplaudirle. Me reprimo por una razón: porque aplaudirle a él  sería tanto como abuchear a Dios, cosa que yo no haría, espero, ni aunque me pusieran en la parrilla de San Lorenzo. Me impacta, sin embargo, la fuerza retórica del individuo. ¿De qué alcantarilla, o estudio, o biblioteca, o cabaret, o antro nocturno, o cubil, o instituto, o universidad, lo habrán sacado para hacerlo venir al estudio? Como yo doy clases de retórica en seminario, el tipo no me deja indiferente y hasta puedo decir que me entusiasma.

¡Pero, silencio! El abogado de Dios va a hablar. Veamos cómo lo hace, aunque uno se imagina ya cómo lo hará. Por lo pronto, tiene miedo. Más que sudar, parece que se derrite. Yo quisiera estar allí para prestarle mi pañuelo. En ocasiones tartamudea. Sus manos temblorosas buscan con timidez aflojarse el alzacuello. ¡Y es el defensor de Dios! Su argumentación es confusa, débil, cansina y repetitiva. A consecuencia del pánico que han de inspirarle los reflectores, las cámaras, los cortes comerciales y los periodistas, tampoco sonríe. Dice cosas muy serias y graves, es verdad –no hay que negar que es inteligente y, por lo que leo en la pantalla, incluso ha estudiado en una famosa universidad romana-, pero lo hace de manera tan poco atrayente que siento lástima por él. Como la Verónica, me gustaría romper el cerco e ir a enjugarle el rostro para que pueda proseguir el viacrucis en el que lo han metido. Se nota a mil millas de distancia que se trata de un buen hombre a quien la invitación de presentarse al debate le ha pillado por sorpresa. No se imaginaba que en él iba a cumplirse al pie de la letra aquello que dice: “Miren que os envío como ovejas en medio de lobos” (Mateo 10, 16).

Pero como conozco la artimaña, aunque me enfado un poco, no llego al extremo de perder la esperanza. Apago la televisión. Dejo con la palabra en la boca al ateo, tan satisfecho de sí mismo, tan locuaz, y me dirijo a mi estudio –si es que así puedo llamar al lugar donde se hacinan mis libros sin orden, concierto ni plan- y me pongo a buscar una vida de Molière en la que, si no recuerdo mal, hay una cita que me interesa, o que supuse en su momento que podría interesarme, y que dejé debidamente subrayada con mi lápiz rojo.  Es un libro en rústica, en formato menor, pero ¿dónde está? Lo encuentro hacia la medianoche y, en la página 42, en la que había dejado una señal –un boleto de autobús con destino a la Ciudad de México- voy a dar con el siguiente párrafo, que es precisamente el que buscaba.

Se habla en él de que Molière –era el año de 1665- acababa de estrenar su nueva pieza teatral, Don Juan ou le festin de pierre, y que un gran señor de la alta sociedad parisina, el príncipe de Conti, hizo en su diario, a propósito de esta obra, la siguiente anotación: “¿Hay acaso una escuela de ateísmo más franca que El festín de piedra, donde, después de hacer decir todas las impiedades inimaginables a un ateo con mucho ingenio, el autor confía la causa de Dios a un criado que, para sostenerla, dice toda clase de impertinencias?”.

Cierro el libro. Sí, la táctica es la misma; el recurso, por lo que puedo inferir, no ha cambiado nada desde los tiempos de Molière. A los ateos se los presenta vivaces, chispeantes, ingeniosos, en tanto que Dios tiene que ser defendido por abogados balbucientes.

Pero no me amargo, no. Porque Dios, a fin de cuentas, sabe defenderse solo, y de hecho lo hace. Afortunadamente. ¡Lo que no soporto es que los organizadores de estas discusiones obren tan de mala fe, queriendo hacer creer a su auditorio que discuten de cosas muy serias cuando en realidad lo único que quieren es burlarse de Dios y propagar lo que tanto les interesa que se propague, es decir, el ateísmo. Sin embargo, si los amigos de Dios lo defendiéramos con el mismo ardor con que sus enemigos lo niegan, las cosas, creo, andarían mejor…