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COLUMNA

Columna invitada

El hombre que pedía libros

¿Qué habría pasado si aquella tarde de septiembre de 1521 el joven Iñigo no hubiera pedido que le diesen algo que leer para matar el aburrimiento?

29 diciembre, 2020
Imaginemos aunque sólo sea por un momento lo que habría pasado con la historia occidental si, una tarde de septiembre de 1521, un joven llamado Iñigo, herido en la pierna derecha por una bala de cañón, no hubiera pedido a sus familiares que le diesen algo que leer a fin de matar el aburrimiento de aquellas horas y días que parecían no tener fin. Para hacerse una idea del tedio que se apoderó de aquel soldado, piénsese que en 1521 no había aún Sky, ni televisión por cable, ni ninguno de esos juegos electrónicos con los que hoy pierden tiempo, vida y dinero los muchachos posmodernos. ¡Vamos, que no había ni siquiera Internet para chatear un rato con amigos reales o virtuales! ¿Qué se podía hacer en aquellos tiempos silenciosos, pues, más que leer? Pues bien, eso es lo que él haría… Nuestro convaleciente pidió que le trajeran el Amadís de Gaula o, en su defecto, cualquiera de esos libros de caballería que tan de moda estaban en aquel entonces. Mas como en la vieja y maciza casona familiar no había tales obras –que hoy llamaríamos de ficción, o de evasión-, el joven soldado herido tuvo que conformarse con las que se hallaban a mano: la Vita Chisti de Landulfo de Sajonia, alias «El cartujano», y el Flos sanctorum de Iacoppo di Voragine, ambas en lengua vulgar. Al principio –al menos así lo imaginamos- nuestro militar leería aquellos libros con desagrado, ya que, como se sabe, los hombres de armas son poco aficionados a la literatura piadosa. Sin embargo, conforme fue llevando adelante la lectura -¡qué otra cosa le quedaba!-, Iñigo comenzó a hacerse una serie de preguntas que fueron a la larga sumamente decisivas, como se verá a continuación. Dichas preguntas eran: «¿Que sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto otro que hizo Santo Domingo?». Y, acto seguido, se imaginaba ejecutando aquellas esforzadas hazañas que en su mente había visto realizar a los santos. Por último, hizo un gran descubrimiento: escrutando en su conciencia se dio cuenta de que cuando obraba imaginariamente como éstos, sentía una gran paz interior, mientras que cuando se imaginaba a sí mismo sirviendo como chambelán en la corte del rey acababa por sentir un enorme desasosiego. De esta manera llegó a la conclusión de que obrar como los santos era la única manera que había en el mundo para no caer en la tristeza, y decidió poner manos a la obra. Pero dejemos que sea el mismo Iñigo quien nos cuente con mayor detalle cómo ocurrieron las cosas: «Y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos (está hablando de sí mismo en tercera persona del singular, según se acostumbraba entonces), que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos de ellos para pasar el tiempo; mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita-Christi, y un libro de los santos en romance. Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionaba a lo que allí hallaba escrito… Porque, leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: “¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto otro que hizo Santo Domingo?”... Había (sin embargo) esta diferencia: que cuando pensaba en aquello del mundo, se deleitaba mucho; mas cuando después de cansado lo dejaba, hallábase seco y descontento; y cuando en ir a Jerusalén descalzo, y en no comer sino hierbas, y en hacer todos los demás rigores que veía haber hecho los santos (sic), no solamente se consolaba cuando estaba en tales pensamientos, mas aun después de dejados quedaba contento y alegre» (Autobiografía del peregrino, 6-8). Por demás está decir que, con el tiempo, este lector imaginativo y voraz llegó a ser conocido en el mundo católico como San Ignacio de Loyola. Pero detengámonos aquí. ¿Se imagina usted lo que habría sido de este hombre –y de los jesuitas en general, pues fue su fundador, y del Papa Francisco, que también es hijo suyo- de no haber habido en casa aquellas dos obras que nadie sabe cómo ni cuando habían sido compradas? ¿O que hubiera habido sólo el Amadís que él pedía? Que quizá nuestro soldado nunca hubiera llegado a ser el santo que fue. ¡Claro que es verdad que Dios tiene sus caminos, y que bien habría podido llamar a su elegido de otra manera o valiéndose de otros medios! Es posible que, en efecto, Dios lo hubiera llamado de otra manera, pero ¿es seguro? Esta consideración en torno a la conversión de Iñigo de Loyola hace pensar en la necesidad de que en todo hogar que se precie haya buenos libros a disposición de convalecientes inquietos y no sólo novelas que procuren entretenimiento. Ahora bien, una pregunta que suelen hacer los amigos que no compran libros a los amigos que sí lo hacen, es ésta: «Pero, ¿ya has leído todos los que tienes?». Una vez, a uno de estos inoportunos le pregunté a mi vez que si por el solo hecho de haberse comprado un televisor se creía obligado a ver todos los programas que podía ver en él. Me dijo que era claro que no. «Pues yo tampoco he leído aúntodos mis libros». Y con esto di por terminada la discusión. No miento si digo que conozco a un honrado padre de familia que cuando compra libros tiene que meterlos en su casa a escondidas para que su mujer no lo acribille con preguntas como las siguientes: «¿Más libros? ¿Pero ¿es que no hay ya bastantes en casa, querido?». Otro de mis conocidos forra sus libros con cartoncillo para que la compañera –y juez severa- de sus días no se dé cuenta que ha pasado ya de una obra a otra. Sea como sea, aun contra los enojos de quienes se preocupan por el estado de nuestro bolsillo, de nuestros ojos o de nuestra salud mental (leer mucho vuelve a uno loco, dicen los que no leen), es importante que en toda casa haya libros de calidad. No importa que por el momento no los lea el que los compró: basta con que por el momento estén ahí. Nadie sabe en qué página está el párrafo que hará que alguien de la familia empiece, más tarde, a hacerse ciertas preguntas, y tan decisivas como las que se hizo Iñigo de Loyola aquella tarde de septiembre de 1521… El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe. ¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775

Imaginemos aunque sólo sea por un momento lo que habría pasado con la historia occidental si, una tarde de septiembre de 1521, un joven llamado Iñigo, herido en la pierna derecha por una bala de cañón, no hubiera pedido a sus familiares que le diesen algo que leer a fin de matar el aburrimiento de aquellas horas y días que parecían no tener fin.

Para hacerse una idea del tedio que se apoderó de aquel soldado, piénsese que en 1521 no había aún Sky, ni televisión por cable, ni ninguno de esos juegos electrónicos con los que hoy pierden tiempo, vida y dinero los muchachos posmodernos. ¡Vamos, que no había ni siquiera Internet para chatear un rato con amigos reales o virtuales! ¿Qué se podía hacer en aquellos tiempos silenciosos, pues, más que leer? Pues bien, eso es lo que él haría…

Nuestro convaleciente pidió que le trajeran el Amadís de Gaula o, en su defecto, cualquiera de esos libros de caballería que tan de moda estaban en aquel entonces. Mas como en la vieja y maciza casona familiar no había tales obras –que hoy llamaríamos de ficción, o de evasión-, el joven soldado herido tuvo que conformarse con las que se hallaban a mano: la Vita Chisti de Landulfo de Sajonia, alias «El cartujano», y el Flos sanctorum de Iacoppo di Voragine, ambas en lengua vulgar.

Al principio –al menos así lo imaginamos- nuestro militar leería aquellos libros con desagrado, ya que, como se sabe, los hombres de armas son poco aficionados a la literatura piadosa. Sin embargo, conforme fue llevando adelante la lectura -¡qué otra cosa le quedaba!-, Iñigo comenzó a hacerse una serie de preguntas que fueron a la larga sumamente decisivas, como se verá a continuación. Dichas preguntas eran:

«¿Que sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto otro que hizo Santo Domingo?». Y, acto seguido, se imaginaba ejecutando aquellas esforzadas hazañas que en su mente había visto realizar a los santos. Por último, hizo un gran descubrimiento: escrutando en su conciencia se dio cuenta de que cuando obraba imaginariamente como éstos, sentía una gran paz interior, mientras que cuando se imaginaba a sí mismo sirviendo como chambelán en la corte del rey acababa por sentir un enorme desasosiego. De esta manera llegó a la conclusión de que obrar como los santos era la única manera que había en el mundo para no caer en la tristeza, y decidió poner manos a la obra.

Pero dejemos que sea el mismo Iñigo quien nos cuente con mayor detalle cómo ocurrieron las cosas: «Y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos (está hablando de sí mismo en tercera persona del singular, según se acostumbraba entonces), que suelen llamar de caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos de ellos para pasar el tiempo; mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita-Christi, y un libro de los santos en romance. Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionaba a lo que allí hallaba escrito… Porque, leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, se paraba a pensar, razonando consigo: “¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco, y esto otro que hizo Santo Domingo?”… Había (sin embargo) esta diferencia: que cuando pensaba en aquello del mundo, se deleitaba mucho; mas cuando después de cansado lo dejaba, hallábase seco y descontento; y cuando en ir a Jerusalén descalzo, y en no comer sino hierbas, y en hacer todos los demás rigores que veía haber hecho los santos (sic), no solamente se consolaba cuando estaba en tales pensamientos, mas aun después de dejados quedaba contento y alegre» (Autobiografía del peregrino, 6-8).

Por demás está decir que, con el tiempo, este lector imaginativo y voraz llegó a ser conocido en el mundo católico como San Ignacio de Loyola.
Pero detengámonos aquí. ¿Se imagina usted lo que habría sido de este hombre –y de los jesuitas en general, pues fue su fundador, y del Papa Francisco, que también es hijo suyo- de no haber habido en casa aquellas dos obras que nadie sabe cómo ni cuando habían sido compradas? ¿O que hubiera habido sólo el Amadís que él pedía? Que quizá nuestro soldado nunca hubiera llegado a ser el santo que fue. ¡Claro que es verdad que Dios tiene sus caminos, y que bien habría podido llamar a su elegido de otra manera o valiéndose de otros medios! Es posible que, en efecto, Dios lo hubiera llamado de otra manera, pero ¿es seguro?

Esta consideración en torno a la conversión de Iñigo de Loyola hace pensar en la necesidad de que en todo hogar que se precie haya buenos libros a disposición de convalecientes inquietos y no sólo novelas que procuren entretenimiento.

Ahora bien, una pregunta que suelen hacer los amigos que no compran libros a los amigos que sí lo hacen, es ésta: «Pero, ¿ya has leído todos los que tienes?». Una vez, a uno de estos inoportunos le pregunté a mi vez que si por el solo hecho de haberse comprado un televisor se creía obligado a ver todos los programas que podía ver en él. Me dijo que era claro que no. «Pues yo tampoco he leído aúntodos mis libros». Y con esto di por terminada la discusión. No miento si digo que conozco a un honrado padre de familia que cuando compra libros tiene que meterlos en su casa a escondidas para que su mujer no lo acribille con preguntas como las siguientes: «¿Más libros? ¿Pero ¿es que no hay ya bastantes en casa, querido?». Otro de mis conocidos forra sus libros con cartoncillo para que la compañera –y juez severa- de sus días no se dé cuenta que ha pasado ya de una obra a otra.

Sea como sea, aun contra los enojos de quienes se preocupan por el estado de nuestro bolsillo, de nuestros ojos o de nuestra salud mental (leer mucho vuelve a uno loco, dicen los que no leen), es importante que en toda casa haya libros de calidad. No importa que por el momento no los lea el que los compró: basta con que por el momento estén ahí. Nadie sabe en qué página está el párrafo que hará que alguien de la familia empiece, más tarde, a hacerse ciertas preguntas, y tan decisivas como las que se hizo Iñigo de Loyola aquella tarde de septiembre de 1521…

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775