Crédito: Especial
El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda.
Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el cielo. La oración del humilde atraviesa las nubes, y mientras él no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste, hasta que el Altísimo lo atiende y el justo juez le hace justicia.
Palabra de Dios.
/R/ El Señor no está lejos de sus fieles.
Bendeciré al Señor a todas horas,
no cesará mi boca de alabarlo.
Yo me siento orgulloso del Señor,
que se alegre su pueblo al escucharlo. /R/
En contra del malvado está el Señor,
para borrar de la tierra su recuerdo.
Escucha, en cambio, al hombre justo
y lo libra de todas sus congojas. /R/
El Señor no está lejos de sus fieles
y levanta a las almas abatidas.
Salva el Señor la vida de sus siervos.
No morirán quienes en él esperan. /R/
Querido hermano: Para mí ha llegado la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento.
La primera vez que me defendí ante el tribunal, nadie me ayudó. Todos me abandonaron. Que no se les tome en cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá librando de todos los peligros y me llevará salvo a su Reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
Palabra del Señor.
Todos sabemos que la situación del mundo en el que vivimos no es la ideal. Ni siquiera la situación personal, de cada uno de nosotros podría catalogarse como ideal. Si partimos de este presupuesto, podemos comprender que una de las funciones principales de nuestra religiosidad consiste en alcanzar de parte de Dios la misericordia y la justificación. Sin embargo, Jesús se dio cuenta de que algunos se tenían a sí mismos por justos y a partir de esta falsa concepción de sí mismos, despreciaban a los demás.
El Señor en su parábola hace una representación casi caricaturesca de estos, al representarlos en un hombre erguido y que ora totalmente centrándose en sí mismo, “yo no soy como los demás…, ni
siquiera como ese publicano…, pago, ayuno, etc.” En ningún momento pide a Dios algo.
Por contraposición, Jesús invoca a quien públicamente era tenido por pecador. Pero contrasta su actitud y su oración. De inmediato pone a Dios como el protagonista, “Señor, ten misericordia de mí”. Dios supera infinitamente la perfección y bondad del ser humano, ante Él no cabe la presunción ni las declaraciones de inocencia. Lo único adecuado es presentarse necesitado de su salvación. La fuerza del cristiano no radica en concebirse a sí mismo como una persona santa y buena, sino en implorar la bondad divina que los justifique con su misericordia.
Dios, que es el protagonista de la salvación, justifica al que se humilla y desdeña…
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