¿Un mundo cristiano o un mundo pagano?
El mundo cristiano es protector, es misericordioso; pero el pagano es desalmado: un mundo que, al final, nos aplastará a todos.
-Yo –me decía un joven una vez- soy cristiano por las mismas razones que pude haber sido judío o musulmán, es decir, por azar. Nací en un país católico, de modo que yo también lo soy, aunque no sea más que por la fuerza de las circunstancias, como suele decirse. La ley de probabilidades inclinó hacia este lado el platillo de la balanza, de modo que no hay nada que hacer. Si quiere que se lo diga más claro, soy un mero católico cultural.
-Pero –dije yo-, ¿sientes por lo menos alguna atracción, aunque sea vaga, por el cristianismo?
–El cristianismo –respondió el muchacho- va a desaparecer de aquí a unos cuantos años. ¡Ni siquiera es preciso ser demasiado inteligente para comprobar que tiene el tiempo contado! Las nuevas generaciones, querido padre, ya no son cristianas; los niños de hoy, y ya los jóvenes también, son paganos que por alguna razón –por una razón meramente cultural, como ya se lo he dicho- han recibido un poco de agua en la cabeza. ¡Pero, por el amor de Dios, que hayan sido bautizados no quiere decir nada!
Yo trataba de defenderme, de decirle que las cosas no eran tan sencillas como él decía, que dos mil años de cristianismo no pueden borrarse de un plumazo, pero opté por cerrar la boca y recibir las estocadas en silencio.
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¿Cómo puede desaparecer el cristianismo así como así? ¡Yo creo profundamente en que no desaparecerá! Y tengo a mi favor el argumento de Gamaliel, ese argumento irrefutable que aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles, y que dice así: “Israelitas, piensen bien lo que van a hacer con esos hombres (los cristianos). No hace mucho surgió un tal Teudas, dándoselas de ser alguien, y se le juntaron unos cuatrocientos hombres. Lo ejecutaron, se desbandaron todos sus seguidores y todo acabó en nada. Más tarde, cuando el censo, surgió Judas el Galileo arrastrando tras de sí gente del pueblo; también pereció y se desbandaron sus seguidores. En el caso presente, mi consejo es éste: no se metan con esos hombres y suéltenlos. Si su plan o su actividad es cosa de hombres, fracasarán; pero si es cosa de Dios, no lograrán suprimirlos y se expondrán a luchar contra Dios” (5, 36-39).
Ahora bien, ¿ha desparecido el cristianismo en dos mil años? Ya esto debiera hacer pensar a sus adversarios, no sea que al querer suprimirlo, se expongan, como dijo Gamaliel, a luchar contra Dios. Sin embargo, es preciso no olvidar tampoco la famosa pregunta de Cristo: “Cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen que encontrará fe sobre la tierra?”(Lucas 18, 8).
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Por un momento, me pongo a pensar en cómo sería el mundo si Cristo no hubiese venido a él, y cómo será cuando –si esto llegase a suceder- su Palabra se apague en el corazón de los hombres. ¿No se convertiría al punto en una selva, en un desierto? Y me digo a mí mismo: “No, no querría yo vivir en un mundo así. Sería demasiado inhumano, demasiado animal. Antes de que esto sucediera, preferiría ya no estar”.
Y desfilan ante mí dos imágenes de la vida que acabo de presenciar: dos imágenes que ejemplifican a la perfección la diferencia que existe entre un mundo cristiano y un mundo pagano.
Hace poco, al salir de Misa, dos señoras de mediana edad se pusieron a platicar, y una le dijo a la otra:
-¡Qué hermoso suéter traes! ¿Dónde lo compraste? -La otra dijo el nombre de la tienda y luego, como reaccionando, preguntó:
-¿De veras te gusta?
-Es un suéter muy bonito.
-Tómalo. Te lo regalo.
-¡Pero no, pero no! Yo no te lo elogié para…
-¡Tómalo! De veras, te lo regalo.
Este gesto pertenece a lo que podríamos llamar todavía “un mundo cristiano”. Yo te doy de lo que tengo. No me cuesta nada compartir contigo las cosas que poseo. Lo mío también es tuyo. ¡Ten el suéter!
Pero he aquí la imagen de otro mundo, de un mundo muy diferente del anterior: una mujer va a uno de esos hipermercados que bien sabemos ya cómo se llaman, llena su carrito y se dirige presurosa a la caja a liquidar la cuenta; la señorita que la atiende le pregunta si encontró todo lo que buscaba y la mujer responde que sí con una sonrisa estampada en los labios.
Los objetos son pasados por un lector de códigos de barras que emite a intervalos regulares leves pitidos, y al final le es estregada a la mujer una larga tira de papel en la que ésta puede leer, al final, la siguiente cantidad: 2788 pesos. La mujer cuenta y recuenta sus vales de despensa, realiza todo tipo de juegos de manos en el interior de su bolso y al final descubre con desilusión que no tiene más que 2785 pesos. Sonríe de puro nerviosismo y dice en voz alta:
-¡Dios mío! ¡Me faltan tres pesos!
-Sí, pero son 2,788 pesos –dice la cajera como disculpándose de la pobreza ajena.
-Más lo siento yo –dijo la mujer-. ¿Podría quitar de mi cuenta un litro de leche? ¡No, mejor un rastrillo!
¡Tres pesos! La cadena más rica del mundo no le pudo perdonar a esta pobre compradora tres pesos; pero si le hubieran faltado 50 centavos, tampoco se los habría perdonado. ¡Un centavo es demasiado para esas gentes que sólo piensan en el dinero! Pues bien, éste es el mundo pagano: un mundo donde nadie, nunca, te perdonará nada; donde todo lo tienes que pagar, absolutamente todo. Y si la pobre señora le hubiera dicho a la cajera para elogiarla: “¡Señorita, qué lindos suertes hay aquí!”, como dijo aquella feligresa de mi parroquia a su amiga, la cajera la habría visto con malicia y suspicacia.
El mundo cristiano es protector, es misericordioso; pero el pagano es desalmado: un mundo que, al final, nos aplastará a todos. Ya lo verán.
Mundo cristiano, mundo pagano: he aquí las dos opciones, las dos posibilidades que se alzan ante nosotros, y, por supuesto, es preciso elegir.
*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”.
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