Jaime Septién
Nos han hecho creer –y lo hemos creído—que la Iglesia católica es una piedra en el camino del progreso humano. Casi no necesito decir de dónde vienen los infundios que han empañado la visión de la historia de la Iglesia instituida por Jesucristo. Obviamente del “gran tentador”.
Se vale de dos cosas: de la ignorancia y, ¿por qué no decirlo?, de la estupidez. La ignorancia de quien no quiere enterarse más que de lo que dicen los medios y la estupidez de quienes propagan mentiras para sentirse “importantes”, conocedores de “qué va la cosa”.
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Pienso en tantos jóvenes –y adultos, por desgracia—que, habiendo sido bautizados, confirmados y hecho la Primera Comunión, detuvieron su instrucción religiosa y ahora por un “quítame estas pajas” abrazan ideologías, orientalismos y necedades sin sustento espiritual, sin condición de verdad. Es una desgracia: vidas que se pierden en el vacío.
También es cierto que no hemos sabido comunicar la grandeza de una institución divina otorgada a los hombres. Nos estacionamos en discusiones tontas, en grupos antagónicos, en descalificaciones de los otros, los que no son como yo quiero que sean. Pero a poco que emprendamos el viaje hacia la raíz, encontraremos un pasado espléndido, un presente que nos interpela y un futuro en el que puede habitar el deseo de absoluto.
¡Leamos la historia de nuestra Iglesia; admiremos sus creaciones; olvidemos la leyenda negra que solo ha servido para desalentar a millones que podrían ser felices! Bien decía Chesterton que la alegría “es el gigantesco secreto del cristiano”.
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