El arte de dormir
¡Escuchar es un arte, y no por cierto de los menos trabajosos! Ante una palabra difamatoria habría que preguntar: “¿Eres capaz de sostener lo que acabas de decir?”
Cuenta Juan Casiano (360-430, aprox.) en el libro de las Instituciones que hubo una vez en el desierto de la Tebaida un monje llamado Maquete. Este monje era ya viejo, y a fuerza de insistentes ruegos y súplicas había alcanzado del Señor una gracia muy especial: “la de no sorprenderle jamás el sueño durante las conferencias espirituales, ya tuvieran lugar éstas de noche o de día”.
¡La gracia de no quedarse dormido mientras sus hermanos le hablaban de Dios! Esto era todo lo que suplicaba al cielo este santo seguidor de Jesucristo. ¿Pedía poco? Si así lo cree usted, lector, vaya a darse una vuelta un domingo cualquiera por la que guste de nuestras iglesias, a la hora de la Misa, y se encontrará usted con cientos de hombres y mujeres que no han alcanzado ni siquiera una mínima parte de esa gracia tan ancha y tan alta. Obsérvelos, sobre todo, en el momento del sermón para que vea que Maquete no era precisamente un iluso al pedir lo que pedía. ¡Dios mío, cómo roncan algunos, cómo bostezan, cómo se ponen en posición fetal mientras el orador se desgañita!
“Voy a definirle lo contrario de un pueblo cristiano –dice el párroco de Torcy en esa gran novela de Georges Bernanos (1888-1948) que es su Diario de un cura rural-: lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste, un pueblo de viejos. Acaso me objete usted que la definición tiene muy poco de teológica, pero basta para hacer reflexionar a los caballeros que bostezan los domingos en Misa. ¡Claro que bostezan! No querrá que en media hora semanal, la Iglesia pueda enseñarles la alegría. E incluso si se supieran de memoria el Catecismo de Trento, no estarían probablemente más alegres”.
¡Si Eutico, ese joven del que nos habla el libro de los Hechos de los apóstoles, hubiera pedido a Dios lo mismo que Maquete, no le habría ido tan mal en la vida! Porque fue el caso que, oyendo a San Pablo que predicaba, se quedó dormido en el borde de una ventana, donde se había sentado, y cayó desde el tercer piso, “de modo que lo levantaron ya cadáver” (Hechos de los apóstoles 20, 7-12).
Sí, es muy peligroso quedarse dormido cuando se habla de Dios. Y, si no me cree usted, llame a Eutico para que él personalmente se lo explique.
“En cambio –sigue diciendo Casiano a propósito de Maquete-, no bien alguien intentaba decir una palabra de difamación, o simplemente ociosa, se dormía al instante sin remedio. Tanto era así, que la palabra venenosa no tenía ya tiempo de llegar a sus oídos”.
¡Ay, si así nos durmiéramos nosotros cuando alguien nos invita a participar de su charla insustancial! Cuando le hablaban de Dios, Maquete abría los ojos y se mostraba atentísimo, pero apenas alguien empezaba a difamar a un hermano o simplemente a decir tonterías, el santo monje empezaba a roncar a pierna suelta.
Cuando, hace ya algunos años, leí por primera vez las Instituciones de Casiano, pedí a Dios con insistentes suplicas me concediera –a mí, pecador-una gracia semejante, y algo creo haber obtenido de aquellos juveniles ruegos, pues si bien es cierto que a veces me quedo dormido en uno que otro sermón, también es verdad que los discursos que no hablan de Dios ni remiten a Él acaban siempre por hacerme bostezar.
¿Cómo hacen algunos para hablar constantemente de fútbol, de plantas y animales o del último video de Madonna sin aburrirse? ¡Hablan siempre de lo mismo y ni siquiera dan muestras de cansancio! ¿Cómo lo hacen, cómo lo consiguen? Yo no podría. A mí, cuando alguien empieza a hablarme de política o de índices de precios y cotizaciones, me gana en seguida el bostezo y me da por cabecear. Claro que en tales situaciones asiento gravemente con la cabeza y hasta digo que sí, pero en el fondo quisiera dormirme de una vez por todas.
He llegado al punto, si puedo decirlo así, en el que tanto la izquierda como la derecha me dan lo mismo y ya sólo me preocupan dos cosas: el arriba y el abajo. De donde infiero que Dios no fue del todo sordo a mis plegarias y algo me concedió de aquella gracia sinceramente suplicada.
Una persona a la que aprecio no poco, para no dar pie a comentarios inconvenientes, cuando alguien va y le dice algo malo de algún conocido común, no se duerme como Maquete (es demasiado cortés y no llegaría a tales extremos), pero sí pregunta al difamador:
-¿Serías capaz de sostener lo que dices en su presencia?
¡Santo remedio! Entonces, como los viejos del Evangelio, los acusadores retroceden espantados y dejan caer la piedra con que intentaban herir al pecador: bien saben que no podrían sostener en su presencia nada de lo que acaban de decir.
¡Escuchar es un arte, y no por cierto de los menos trabajosos! Ante una palabra difamatoria habría que preguntar: “¿Eres capaz de sostener lo que acabas de decir?”. Lo más seguro es que no pueda hacerlo; pero, si por alguna razón, dijera que sí, entonces ¿qué es lo que sigue? Echarnos a roncar “para que la palabra venenosa no tenga tiempo ya de llegar a nuestros oídos”.
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