Déjame hablarte del olvido
“Si no perdonas a tu enemigo, no lo perjudicas a él, sino que te perjudicas a ti"
Hablar de perdón en tiempos de increencia no es tan fácil como parece, amigo mío. Me preguntarás por qué, y yo te lo diré enseguida. Es que perdonar es un gesto generoso que nace de la fe. Lo natural es cobrarse ojo por ojo y diente por diente; pero lo sobrenatural es darle también la túnica a quien nos quita el manto.
Ahora bien, ¿con qué palabra nueva reemplazar la vieja? Quiero decir: ¿qué otro término podría expresar con igual justeza lo que los antiguos –quiero decir, los creyentes- designaban con el nombre de perdón? Cambiarlo por olvido no es, por cierto, la mejor de las opciones, pues perdonar y olvidar no son conceptos sinónimos. Como bien sabes, se puede perdonar sin haber olvidado, como se puede, también, olvidar sin haber perdonado.
¿Qué hacer, entonces? ¡Ya te das cuenta que la empresa no es nada sencilla! Pero hay una tercera vía, por llamarla así, una vía intermedia practicada por el pensamiento laico, que es la que vamos a tomar aquí. Ésta consiste en hablar del olvido introduciendo en esta palabra todo lo que los cristianos entendían por perdón. ¿No es esto, después de todo, lo que ha hecho la modernidad: tomar prestadas las viejas palabras cristianas para, únicamente, cambiarles el nombre? O no se lo cambian, pero le modifican el sentido original, entendiéndola como le da la gana.
Vamos, pues, a hablar de olvido, pero no como de la eliminación de los contenidos de la memoria –es decir, de los recuerdos-, sino como la voluntad firme de no darles, después de todo, demasiada importancia.
Me dices que un compañero de trabajo ha hablado mal de ti, y tú te has enterado, palabra por palabra, de todo lo que dijo. ¡Claro, lo extraño sería que no te enterases! Uno siempre se entera, tarde o temprano, de lo que dicen de uno, de la misma manera que los demás se enteran siempre de lo que decimos de ellos. No hay nada secreto que no llegue a saberse, ni nada oculto que no llegue a descubrirse, dijo Jesús una vez, ¡y vaya si tenía razón!
En fin, tú estás molesto con este compañero de trabajo. Molesto y disgustado. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Darle de trompadas, propinarle una paliza, retarlo a un duelo, o qué exactamente? A decir verdad, podrías hacer cualquiera de estas cosas o, incluso, las tres cosas a la vez. Pero, ¿y luego? ¿Ya con esto evitarás que tu enemigo haya dicho lo que dijo? ¡Como si se pudiera!
Tu mente da vueltas, gira vertiginosamente alrededor de este único pensamiento: “¡Canalla! ¡Con qué gusto lo estrangularía! Sí, le deseo la muerte, o por lo menos que desaparezca de mi vista. ¿Por qué no se accidenta hoy por la tarde al regresar a su casa? ¡Que le suceda lo peor, eso es lo que deseo! ¡Oh! ¿Cómo me vengaré?”. De día, de noche, por la madrugada, es siempre el mismo pensamiento. Tu fama mancillada exige una rápida y enérgica reparación. Tu buen nombre mancillado pide ser lavado con lejía…
En el lecho te agitas, y tus movimientos nerviosos espantan al sueño, que huye como una paloma para no volver sino a la hora en que te tienes que despertarte. Desde que te enteraste de lo que ese mequetrefe dijo de ti, apenas comes y ya no duermes. Unos círculos color violeta enmarcan tus ojos y tu rostro se ha vuelto pálido, cerúleo, cadavérico. Si fueses un hombre de fe, te diría: “¡Perdona!”. Pero como sé que no lo eres, te ordeno: “¡Olvida!”. Suelta. Deja pasar. Sigue adelante en la vida Date cuenta de que mientras tú te retuerces las manos en gesto de natural indignación, tu difamador está durmiendo a pierna suelta, bien quitado de la pena. Él no ha perdido el sueño, ni el hambre, ni el color de la cara. Él, ahora, quizá este riendo, o bailando, o bebiendo sin pensar en ti. ¿Por qué, pues, le ayudas a perjudicarte? Sí, tú le ayudas; sin quererlo, le echas una mano. ¡Pues bien, si quiere hundirte, que lo haga sin ti!
Un general italiano, Enrico Cialdini (1811-1892) solía decir: “Los recuerdos embellecen la vida, pero sólo el olvido la hace tolerable”. ¿No es una hermosa máxima? Pero es todavía mucho más verdadera que hermosa. O, si lo prefieres, apréndete esta, que es todavía mejor: “No puede herirnos la injuria sino cuando la recordamos; por ello, la mejor venganza es el olvido”. Ésta es de un poeta norteamericano muerto a la edad de Cristo: Harold H. Crane (1899-1932).
Ya no recuerdes, pues. ¡Olvídalo! Que sea ésta tu venganza. Nada hiere más a un enemigo que demostrarle cuán poco nos importan sus afrentas. Véngate de él –puesto que no crees en el perdón- no blandiendo el cuchillo o la pistola, sino olvidando al instante lo que dijo, quitándole toda importancia y pasando inmediatamente a otra cosa.
Pero como yo sí soy creyente –aunque pecador-, no puede bastarme citar sólo a un político y a un poeta. Te citaré también a un Padre de la Iglesia, a un expositor de la fe, y no de los menores: San Juan Crisóstomo (347-407), obispo que fue de Constantinopla a partir del siglo IV de nuestra era. Este santo varón, explicando un día el evangelio a sus feligreses y deteniéndose en aquellas palabras de Jesús que dicen: “Perdonen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y bendigan a quienes los maldicen”, etcétera, enseñó esta gran verdad: “Si no perdonas a tu enemigo, no le perjudicas a él, sino que te perjudicas a ti” (Homilía sobre la traición de Judas).
Piensa en ello, amigo mío. Medita estas palabras profundamente, y verás cómo San Juan Crisóstomo tenía razón. Ésta es, sobre el perdón –que tú llamas olvido-, la enseñanza más profunda de las tres.
Más exactamente, San Juan Crisóstomo lo dijo así: “Si no perdonas a tu enemigo, no lo perjudicas a él, sino que te perjudicas a ti. Porque nada aborrece Dios como al hombre aferrado a la idea del mal que le hicieron, al corazón que se abrasa en la ira”.
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Marcela
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