¿Es congruente ser cristiano y vivir deprimido?

Leer más
COLUMNA

Columna invitada

Actos surrealistas

André Breton publicó dos manifiestos surrealistas, pero no pudo ser todo lo surrealista que hubiera querido; su inteligencia se lo impedía.

19 octubre, 2020
Corría el año de 1929 cuando André Breton (1896-1966), el excéntrico y popularísimo escritor francés, dio a conocer su Segundo manifiesto del surrealismo. No era suficiente con uno; era necesaria, según él, la segunda parte, el segundo manifiesto surrealista. Y en éste, publicado seis años después de aquél, escribió lo que sigue: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el vientre a tiro de revólver” (André Breton, Manifiestos del surrealismo, Buenos Aires, Terramar, 2007, p. 110). Puedes leer: Chesterton y el populista ¿Hemos leído bien? ¿No nos engañan nuestros ojos? Pero no, hemos leído perfectamente: en esto consiste, a decir de Breton, el acto surrealista más puro. Sin embargo, en 1928, es decir, dos años antes de la aparición del Segundo manifiesto, Breton había ya recomendado el crimen como único camino para librarse del poder de las masas, de la tiranía de los demás; escribió así, por ejemplo, en Nadja, otro de sus libros: “Sé que si estuviera loco y llevara varios días internado, aprovecharía un instante de remisión del delirio para asesinar fríamente a cualquiera, preferentemente al médico que se pusiera a mi alance. Por lo menos me aportaría la ventaja de ser recluido, cual los furiosos, en un compartimiento aislado en el que estaría solo. Quizá así me dejen en paz”. Éste, por supuesto, era también un acto perfectamente surrealista. Pero aquí surge un problema de no poca importancia: ¿cómo saber cuándo un acto es surrealista y cuándo no? ¿Cómo distinguir entre un acto surrealista de los miles de actos que no lo son ni lo serán jamás? Para responder a tan ardua cuestión tal vez tengamos que remitirnos al Primer manifiesto, publicado originalmente en 1924, para ver en qué términos define el autor la palabra surrealismo. Bien, helos aquí: “Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”. . Es, para decirlo ya, hacer lo primero que le pasa a uno por la mente, lo que no había calculado ni previsto, pero que de pronto se le ha ocurrido hacer. Imaginemos el caso de un hombre que, caminado por un parque público, siente de pronto la necesidad imperiosa de ir al baño, como se dice. Ancianos, viudas, niños y mujeres caminan a su lado vistiendo ropas deportivas tratando de ponerse en forma. No hay un solo lugar en el que este pobre hombre pueda perderse de vista aunque sólo sea por un momento. Pensemos: ¿qué va a hacer?,  ¿dónde irá? Hay miles de respuestas no surrealistas para este caso: el hombre podría, por ejemplo, llamar a la casa de un vecino pidiéndole por amor de Dios que le permita pasar al retrete; podría, también, entrar a un restaurante, a un bar o a un café, hacer como que va a pedir algo y correr derechamente al doble ú ce; igualmente podría subirse a su automóvil y marcharse a toda prisa en busca de un baño público, o bien aguantarse como todo un hombre para, ya en su casa, satisfacer tranquilamente su necesidad. Mas, como ya hemos dicho, éstas son acciones muy poco surrealistas, pues el surrealismo aconsejaría a este desesperado otra cosa harto distinta: hacer aguas a la vista de todos, cual si nada pasase y con la mayor naturalidad del mundo, pues de lo que se trata es de rechazar toda “intervención reguladora de la razón”. Desvestirse a la vista de todos, ¿es un acto surrealista? ¡Por supuesto que lo es! Y la gente que se desviste en los estadios lo sabe: por eso lo hace. Le gusta ver la cara de espanto que ponen todos. En realidad, ateniéndonos a la definición hace poco citada, todo acto irracional y fuera de lo común es surrealista, y todo acto impensado también. Breton recomendaba salir a la calle con un revólver en la mano y disparar al azar contra la muchedumbre. Y bien sabemos que su consejo ha sido seguido al pie de la letra innumerables veces aquí y allá desde que lo diera por primera vez en 1930. Para él, estos asesinos seriales no son unos locos, sino unos surrealistas en el más puro y duro sentido que pueda adquirir esta expresión. Sin embargo, hay un acto surrealista que Breton ya no citó en sus libros, pero que puso en práctica innumerables veces en el Metro de París. ¿Quiere usted saber de qué se trata? Bien, si lo tiene usted en su biblioteca, abra el Diario de André Gide en la anotación del 1 de septiembre de 1930; allí podrá leer lo siguiente: “Los surrealistas preparan un número antirreligioso sensacional, me dice H. (Pierre Herbart). Me cuenta con entusiasmo la valentía de B. (Breton), quien, en el Metro, cuando ve a un cura, se aprieta contra él y al cabo de unos instantes, en voz muy alta, le increpa: -“¿Quiere usted dejar de manosearme? ¡Asqueroso! ¡Puerco! Y pensar que se pone a los niños en manos de individuos como usted… “H. dice que esto es admirable. Yo no puedo ver la valentía en el aplastamiento de un ser que no puede defenderse, y aplaudo la observación de Pierre Levesque: “-Por antimilitarista que sea, B. no se atrevería nunca a comportarse así con un oficial, pues sabe que recibiría una bofetada”. ¡Y no sólo una bofetada! André Breton sabía muy bien –o, mejor dicho, contra quien- hacía este “fenomenal” acto surrealista. ¡Ojalá se hubiera atrevido a hacerlo con un militar para ver qué le pasaba! Pero era demasiado listo para ello, es decir, muy poco surrealista en la elección de sus víctimas. Bien, terminemos de una vez: “el acto surrealista más puro”, que consiste en salir a la calle y matar a los transeúntes, ha sido ya ejecutado muchas veces. Ahora se ha puesto de moda realizar –entre risas de sarcasmo, burlas y festejos mediáticos- el segundo, es decir, el que Breton solía practicar, para regocijo de todos, en el Metro de París.   El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe. ¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775

Corría el año de 1929 cuando André Breton (1896-1966), el excéntrico y popularísimo escritor francés, dio a conocer su Segundo manifiesto del surrealismo. No era suficiente con uno; era necesaria, según él, la segunda parte, el segundo manifiesto surrealista. Y en éste, publicado seis años después de aquél, escribió lo que sigue:

El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el vientre a tiro de revólver” (André Breton, Manifiestos del surrealismo, Buenos Aires, Terramar, 2007, p. 110).

Puedes leer: Chesterton y el populista

¿Hemos leído bien? ¿No nos engañan nuestros ojos? Pero no, hemos leído perfectamente: en esto consiste, a decir de Breton, el acto surrealista más puro.

Sin embargo, en 1928, es decir, dos años antes de la aparición del Segundo manifiesto, Breton había ya recomendado el crimen como único camino para librarse del poder de las masas, de la tiranía de los demás; escribió así, por ejemplo, en Nadja, otro de sus libros:

Sé que si estuviera loco y llevara varios días internado, aprovecharía un instante de remisión del delirio para asesinar fríamente a cualquiera, preferentemente al médico que se pusiera a mi alance. Por lo menos me aportaría la ventaja de ser recluido, cual los furiosos, en un compartimiento aislado en el que estaría solo. Quizá así me dejen en paz”.

Éste, por supuesto, era también un acto perfectamente surrealista. Pero aquí surge un problema de no poca importancia: ¿cómo saber cuándo un acto es surrealista y cuándo no? ¿Cómo distinguir entre un acto surrealista de los miles de actos que no lo son ni lo serán jamás? Para responder a tan ardua cuestión tal vez tengamos que remitirnos al Primer manifiesto, publicado originalmente en 1924, para ver en qué términos define el autor la palabra surrealismo. Bien, helos aquí:

Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.

. Es, para decirlo ya, hacer lo primero que le pasa a uno por la mente, lo que no había calculado ni previsto, pero que de pronto se le ha ocurrido hacer.

Imaginemos el caso de un hombre que, caminado por un parque público, siente de pronto la necesidad imperiosa de ir al baño, como se dice. Ancianos, viudas, niños y mujeres caminan a su lado vistiendo ropas deportivas tratando de ponerse en forma. No hay un solo lugar en el que este pobre hombre pueda perderse de vista aunque sólo sea por un momento. Pensemos: ¿qué va a hacer?,  ¿dónde irá? Hay miles de respuestas no surrealistas para este caso: el hombre podría, por ejemplo, llamar a la casa de un vecino pidiéndole por amor de Dios que le permita pasar al retrete; podría, también, entrar a un restaurante, a un bar o a un café, hacer como que va a pedir algo y correr derechamente al doble ú ce; igualmente podría subirse a su automóvil y marcharse a toda prisa en busca de un baño público, o bien aguantarse como todo un hombre para, ya en su casa, satisfacer tranquilamente su necesidad. Mas, como ya hemos dicho, éstas son acciones muy poco surrealistas, pues el surrealismo aconsejaría a este desesperado otra cosa harto distinta: hacer aguas a la vista de todos, cual si nada pasase y con la mayor naturalidad del mundo, pues de lo que se trata es de rechazar toda “intervención reguladora de la razón”.

Desvestirse a la vista de todos, ¿es un acto surrealista? ¡Por supuesto que lo es! Y la gente que se desviste en los estadios lo sabe: por eso lo hace. Le gusta ver la cara de espanto que ponen todos.

En realidad, ateniéndonos a la definición hace poco citada, todo acto irracional y fuera de lo común es surrealista, y todo acto impensado también. Breton recomendaba salir a la calle con un revólver en la mano y disparar al azar contra la muchedumbre. Y bien sabemos que su consejo ha sido seguido al pie de la letra innumerables veces aquí y allá desde que lo diera por primera vez en 1930. Para él, estos asesinos seriales no son unos locos, sino unos surrealistas en el más puro y duro sentido que pueda adquirir esta expresión.

Sin embargo, hay un acto surrealista que Breton ya no citó en sus libros, pero que puso en práctica innumerables veces en el Metro de París. ¿Quiere usted saber de qué se trata? Bien, si lo tiene usted en su biblioteca, abra el Diario de André Gide en la anotación del 1 de septiembre de 1930; allí podrá leer lo siguiente:

“Los surrealistas preparan un número antirreligioso sensacional, me dice H. (Pierre Herbart). Me cuenta con entusiasmo la valentía de B. (Breton), quien, en el Metro, cuando ve a un cura, se aprieta contra él y al cabo de unos instantes, en voz muy alta, le increpa:

-“¿Quiere usted dejar de manosearme? ¡Asqueroso! ¡Puerco! Y pensar que se pone a los niños en manos de individuos como usted…

“H. dice que esto es admirable. Yo no puedo ver la valentía en el aplastamiento de un ser que no puede defenderse, y aplaudo la observación de Pierre Levesque:

“-Por antimilitarista que sea, B. no se atrevería nunca a comportarse así con un oficial, pues sabe que recibiría una bofetada”.

¡Y no sólo una bofetada! André Breton sabía muy bien –o, mejor dicho, contra quien- hacía este “fenomenal” acto surrealista. ¡Ojalá se hubiera atrevido a hacerlo con un militar para ver qué le pasaba! Pero era demasiado listo para ello, es decir, muy poco surrealista en la elección de sus víctimas.

Bien, terminemos de una vez: “el acto surrealista más puro”, que consiste en salir a la calle y matar a los transeúntes, ha sido ya ejecutado muchas veces. Ahora se ha puesto de moda realizar –entre risas de sarcasmo, burlas y festejos mediáticos- el segundo, es decir, el que Breton solía practicar, para regocijo de todos, en el Metro de París.

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775