Lucas: 15, 1-32
En aquellos días, dijo el Señor a Moisés: “Anda, baja del monte, porque tu pueblo, el que sacaste de Egipto, se ha pervertido. No tardaron en desviarse del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se han postrado ante él y le han ofrecido sacrificios y le han dicho: ‘Éste es tu dios, Israel; es el que te sacó de Egipto’”.
El Señor le dijo también a Moisés: “Veo que éste es un pueblo de cabeza dura. Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. De ti, en cambio, haré un gran pueblo”.
Moisés trató de aplacar al Señor, su Dios, diciéndole: “¿Por qué ha de encenderse tu ira, Señor, contra este pueblo que tú sacaste de Egipto con gran poder y vigorosa mano? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, siervos tuyos, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: ‘Multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo y les daré en posesión perpetua toda la tierra que les he prometido’”.
Y el Señor renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.
Palabra de Dios.
/R/ Me levantaré y volveré a mi padre.
Por tu inmensa compasión y misericordia,
Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas.
Lávame bien de todos mis delitos
y purifícame de mis pecados. /R/
Crea en mí, Señor, un corazón puro,
un espíritu nuevo para cumplir tus mandamientos.
No me arrojes, Señor, lejos de ti,
ni retires de mí tu santo espíritu. /R/
Señor, abre mis labios
y cantará mi boca tu alabanza.
Un corazón contrito te presento,
y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias. /R/
Querido hermano: Doy gracias a aquel que me ha fortalecido, a nuestro Señor Jesucristo, por haberme considerado digno de confianza al ponerme a su servicio, a mí, que antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia; pero Dios tuvo misericordia de mí, porque en mi incredulidad obré por ignorancia, y la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí, al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús.
Puedes fiarte de lo que voy a decirte y aceptarlo sin reservas: que Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero Cristo Jesús me perdonó, para que fuera yo el primero en quien él manifestara toda su generosidad y sirviera yo de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna.
Al rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”.
Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos, que no necesitan convertirse.
¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.
También les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.
Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
Pero el padre les dijo a sus criados: ‘¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’”.
Palabra del Señor.
El fragmento del evangelio de este domingo, está situado en una sección conocida como “el viaje a Jerusalén”, lo que nos permite considerar que, Jesús va subiendo hacia el lugar donde entregará la vida; pero, al mismo tiempo, en este ascenso va revelando gradualmente el rostro del Padre. Es así como, nos encontramos con el corazón lucano, en la revelación de que Dios se presenta como un Padre misericordioso, que busca, encuentra y celebra por quien se ha extraviado. Por eso, quisiera invitarte a reflexionar sobre este rostro de Dios revelado en el Hijo: El rostro de Dios: la gracia de la búsqueda.
Cada uno de nosotros somos responsables en nuestras decisiones. Nosotros somos quienes nos apartamos de Dios o acogemos su gracia para permanecer en Él. Todo depende de cada uno en su libre albedrío; y este es el gran misterio de la libertad de Dios. Escribe a este propósito, Von Balthasar, teólogo suizo: “El padre [de la parábola] sabe que su hijo, al querer irse, puede perderse y morir; y, sin embargo, no lo retiene para sí». Esta expresión es bellísima, porque el hecho de «no retenerlo para sí», no es expresión de desinterés, sino del más profundo respeto del padre hacia su hijo.
En otras palabras, mientras nuestro amor, herido por el pecado, tiende a poseer a las personas, «a retenerlas para sí»; el amor de Dios no obliga ni retiene, sino todo lo contrario, deja en libertad. Sin embargo, esto no representa olvido y desinterés. La parábola enfatiza este amor del padre, cuando viendo a lo lejos a su hijo corre para encontrarse con él. Algún comentario bíblico de España, sugiere a este respecto, una pregunta bastante interesante: «¿En qué momento sale el padre al encuentro de su hijo?», dando como respuesta no el momento en que lo ve a lo lejos, sino cuando el hijo hace
memoria de la experiencia paternal del padre, quien trata con generosidad a los trabajadores, y mucho más a quien es su hijo: «¡Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan en abundancia!».
Con todo esto, ¿a qué nos invita el evangelio? Te quisiera proponer dos frases para tu
reflexión personal:
a) «El Señor no se cansa de buscarnos, y cuando nos encuentra, nos carga sobre sus hombros, porque en Cristo llevados, no podemos caer» (San Ambrosio de Milán).
b) «La verdadera conversión no es tanto volver a ser hijo, sino aprender a ser padre: llegar a tener el corazón compasivo que no excluye» (Henri Nouwen, teólogo holandés).
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