Lectio Divina: Si tú quieres, puedes curarme
Lectura del Santo Evangelio En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: Sana! Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con […]
Lectura del Santo Evangelio
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: Sana! Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”. Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes. (Mc 1, 40-45).
P. Julio César Saucedo
¿Qué dice el texto?
El episodio evangélico sobre la purificación del leproso se concentra en tres movimientos: la curación del leproso (vv. 40-42), la petición del cumplimiento de la ley mosaica (vv. 43-44) y la proclamación del milagro (v. 45).
La curación del leproso. En primer lugar, es necesario puntualizar que la enfermedad de la lepra excluye a la persona de todo tipo de relación (cf. Lv 13,1-2.44-46). Recordando que la lepra era asociada a la impureza, nadie podía entablar relación alguna no solamente por el peligro a contagiarse, sino por la desgracia de quedar impuro. Este contexto es el que nos permite comprender los elementos que componen el milagro, pues es el leproso quien solicita el auxilio de Jesús, y en esa invocación realiza una profesión de fe, precedida por su propia fragilidad: «Si tú quieres, puedes curarme».
Cabe señalar que, el leproso no se dirige a un sacerdote, pues era tan reconocible su lepra que no podía transgredir el límite que la propia ley imponía, además un sacerdote, diagnosticaba la lepra para declarar impura a la persona; en cambio, él sabe a quién se dirige, al Señor, el único que puede escucharlo, no para declararlo impuro, sino para restituirlo a la vida y a la comunión.
«Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero, sana!”». Ante todo, el evangelista pone en evidencia la compasión de Jesús –en griego splanchnézomai– que desea matizar la profundidad con la que el Señor se asocia al sufrimiento del leproso haciéndolo suyo para restituirlo en su total dignidad; por eso, la importancia del gesto sorprendente de «tocarlo», recordando que la ley lo prohibía. Podríamos decir que Jesús se deja herir por el dolor y la enfermedad del leproso, se compromete con él, para purificarlo. Por último, es necesario puntualizar que, nuestra traducción litúrgica dice: «¡Si quiero: sana!». La traducción del griego expresa: «¡Sí quiero, sé purificado!». Este pasivo «sé purificado» reenvía al Padre como causa última de la purificación dada en Jesús.
El cumplimiento de la ley mosaica: «Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés». Pudiera parecer que el término «severidad» contradice la «compasión» enunciada precedentemente; sin embargo, es un signo evidente de la humanidad de Cristo: en esta severidad reconoce en la lepra algo que desfigura la primigenia voluntad del Padre, «que no ha creado la muerte, ni quiere la ruina de los vivientes» (Sab 1,22); y en ese mismo tenor, no pide una compensación para sí, ni mucho menos publicidad. Jesús ahora le pide que siga el trayecto propio para su reintegración a la comunidad, respetando la Ley mosaica, que consistía en la declaración del sacerdote de su curación.
La proclamación del milagro: como se aprecia en la narración, el que había sido leproso, transgrede la petición de Jesús, y ello ocasiona una inversión de papeles, ahora Jesús pasa a ser marginado: «se quedaba fuera, en lugares solitarios»; mientras que, el leproso comienza a anunciar lo que ha sucedido en él, tanto que, acudían a Jesús de todas partes.
Meditatio: ¿Qué me dice el texto?
El drama del sufrimiento y del dolor no es fácil de comprender y descifrar; más aún, en tantas ocasiones se puede endurecer «el corazón», rechazando todo gesto de bondad y culpabilizando a Dios de cuanto sucede. Mientras que, el leproso en su inocencia muestra su deseo firme de vivir, él no se da por vencido, tiene el deseo de entrar en relación con los demás y, en especial, con Dios mismo. Por eso, es capaz de percibir la presencia del Hijo, traspasando toda categoría normativa y teológica (Dios es el totalmente Otro), para solicitar su auxilio. En la dolorosa conciencia de su propia fragilidad arriesga para reencontrar la vida. Podemos apreciar que, su humildad ha sido el gran paso para creer: «Si quieres, puedes curarme». Con este pasaje evangélico, reconozcamos en qué consiste nuestra lepra: las habladurías que hacemos de tantas personas, el resentimiento o rencor hacia alguien de mi trabajo o de mi propia familia, el apego al dinero o a la necesidad del reconocimiento de los demás. Cuántas lepras no tenemos: pecados, vicios, limitaciones y fragilidades que nos llevan a la marginación y a la no comunión.
Oratio: ¿Qué me hace decir el texto?
Señor, yo también como el leproso quiero vivir, no más en la soledad de mis pecados que han fracturado mi relación contigo y mis hermanos, sino en aquella vida que es comunión y relación. Por eso, desde mi propia miseria te imploro: «Señor: si tú quieres, puedes curarme».