¿Por qué decimos que Cristo es Rey?
La fiesta de Cristo Rey no es una añoranza del poder temporal de la Iglesia. Es más bien una esperanza para los católicos comprometidos en la transformación de su mundo
En los Evangelios, Cristo dice a Poncio Pilato que es Rey, pero hace una importante presición: : “Mi realeza no procede de este mundo; si fuera rey como los de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá”. (Jn 18)
Desde su fundación por Cristo y por los apóstoles, la Iglesia ha sido no sólo testigo, sino protagonista de la historia del mundo.
Es Divina por su fundación y por la guía del Espíritu Santo sobre ella, ha contribuido a sensibilizar al mundo hacia los valores humanos y cristianos. Ella se ha esforzado siempre por pensar y actuar en el mundo como piensa Dios.
Es Humana por los que la formamos, ha cometido errores justificados casi siempre por la época, pero por los cuales varios Pontífices han pedido perdón.
Heredera de la misión de enseñar el Evangelio, le toca a la Iglesia saber renunciar a formas caducas de vida para encarnarse en las nuevas formas históricas sin traicionar el Evangelio, dando siempre testimonio del Reino de Dios.
Triunfante, alabada y aplaudida o criticada y perseguida, ella es protagonista de la historia. A los miembros de ella nos toca orar para que la historia en la que participamos sea una historia de salvación.
Los tiempos cambian
Por razones históricas, a la Iglesia le tocó tener en sus manos no sólo el poder espiritual, sino también el poder temporal. Hubo un tiempo en el que le tocó no sólo gobernar sobre una vasto territorio propio, los Estados Pontificios, sino gobernar y decidir sobre reyes y emperadores, quitando y poniendo, partiendo y repartiendo.
La Revolución Francesa, y ya en particular el famoso liberalismo a través de la masonería, vinieron a cambiar la historia del mundo con un tinte anticlerical muy marcado.
Fruto de esa tendencia han sido los gobiernos laicos, radicalmente laicos, que no toleran, ya no digamos la influencia de la Iglesia, sino ni siquiera su existencia.
La Iglesia se vio obligada por la historia a renunciar al poder temporal y a ejercer humildemente, pero con una gran dignidad, el poder espiritual que es su vocación propia.
Hoy en día la Iglesia no aspira a gobernar ni el mundo ni una nación, pero no deja de aspirar a dar color de Cristo a las leyes y a la vida de cada una de las naciones y de todo el mundo.
Ella se hace presente hoy, y es respetada en ese papel, como portadora del Evangelio de la paz, de la vida y del respeto a los derechos del hombre.
Un reino diferente
El Reino de Cristo no es temporal. No hay gobiernos católicos, aunque puede haber gobernantes católicos. No acepta hoy la Iglesia ni partidos ni sistemas económicos con el nombre de “católicos”, pero invita a los católicos a intervenir responsablemente en la economía y en el gobierno de una nación con el criterio de la Doctrina Social de la Iglesia. A todo católico, alentado e iluminado por la Iglesia, le toca transformar este mundo en un reino de justicia, de amor y de paz que sea, ya, figura del Reino definitivo de Cristo.
La fiesta de Cristo Rey
A finales del Siglo XIX, los Papas perdieron los Estados Pontificios y se vieron desposeídos del poder temporal. Prisioneros voluntarios en el Vaticano, vieron desaparecer uno a uno los imperios y reinos católicos. Por si fuera poco, vieron surgir otro nuevo sistema económico y político que declaró la guerra a la religión, a la que calificó como “opio del pueblo”. Ese sistema, al paso de los años, fracasó en lo político y en lo económico, y dio lugar a una comprobación histórica: no es posible quitar la religión a un pueblo.
Los inicios del Siglo XX fueron tiempos de persecución y de martirio. El pueblo armenio fue masacrado hasta casi ser borrado del mapa. En la Ciudad de México tenemos un lugar llamado San Jerónimo Lídice en recuerdo de la Ciudad de Lídice que fue arrasada por odio a la religión.
En México, desde Venustiano Carranza, y ya antes desde Benito Juárez, los liberales desataron una cruenta persecución contra los católicos, tratando de hacernos desaparecer de México. A ellos debemos la introducción de las Iglesias Protestantes que fueron solicitadas para sustituir a la Católica y que recibieron del gobierno liberal todo el apoyo que quisieron, incluyendo la entrega de templos quitados a los católicos.
Ucrania y Rusia fueron también víctimas de la persecución por la fe.
En este ambiente de desolación, al Papa Pío XI, en 1921, se le hizo necesario proclamar la festividad litúrgica de Cristo Rey para el domingo último de octubre; después se cambió para el último domingo del tiempo ordinario, a finales de noviembre.
Una fiesta de esperanza
La fiesta de Cristo Rey no es una añoranza del poder temporal de la Iglesia. Es más bien una esperanza para los católicos comprometidos en la transformación de su mundo. Es pedirles que sigan luchando sin perder los ánimos, porque al final verán coronados sus esfuerzos. Es proclamar que creemos que Cristo es Rey de la creación, del universo, del mundo y de sus naciones, y que, uno a uno, sus enemigos irán aceptando su señorío espiritual.
La fiesta de Cristo Rey nos invita a crear un mundo nuevo a partir del cambio en nuestro propio corazón.
Signo de ese Reino son cada una de las obras buenas que vemos florecer y fructificar a nuestro alrededor, llámense o no “católicas”.
Constructores del reino
Hemos sido llamados a gobernar con Cristo, pueblo de reyes y rey cada uno de nosotros. Nos preocupamos por la buena marcha del Reino, construyendo incansablemente el bienestar de los que están a nuestro alrededor. Toda buena obra es implantar en nuestro mundo el Reino de Cristo.
No podemos olvidar
Los mexicanos no podemos olvidar, no para guardar rencor y para buscar venganza, sino para aprender de ellos y participar de su gozo, que nuestro pueblo es un pueblo de mártires de Cristo Rey. Nuestro compromiso con Cristo está firmado con la sangre de miles y miles de compatriotas nuestros que murieron asesinados con el grito de “¡Viva Cristo Rey!” en sus labios durante la sangrienta persecución del gobierno liberal contra los católicos.
Algunos de ellos ya han sido canonizados como signo y primicia de todos los que murieron por Cristo.