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La carta de Dios

7 junio, 2021
Se cuenta que una vez un niño, mientras iba a jugar al patio de su casa, se quedó mirando fijamente un enorme libro que reposaba sobre una mesita, junto al comedor. ¡Sí, era un libro gigantesco! De seguro no podría cargarlo si su padre, de pronto, lo colocara sobre sus hombros. Su padre leía libros, sobre todo antes de acostarse, pero eran siempre libros más pequeños, y también de cubiertas más coloreadas y blandas. ¿Por qué éste, en particular, era tan grande? La madre, que hizo su aparición en el centro de la sala, notó la perplejidad de su hijo y le preguntó: -¿Qué pasa? -Ese libro… -dijo el niño-. Es muy grande. Yo solo no podría cargarlo. ¡Y, además, no es como los otros libros! -Claro que no. No es como los demás libros. En eso tienes razón. -¿Y por qué no? ¿De qué trata? La madre se quedó pensativa durante unos instantes. ¿Qué podía responder a su hijo? Si le decía, por ejemplo: “Es que es la Biblia”, el niño iba a quedarse como al principio; además, esta respuesta daría pie a nuevas y sucesivas preguntas. Diría el niño, por ejemplo: “¿Y qué es la Biblia?”. Entonces se le ocurrió algo mejor: -¿Quieres saber de veras por qué es un libro muy grande, el más grande de todos los libros que has visto en la casa? Porque ese libro es el libro de Dios. -¡Oh! –exclamó el niño. Y, dándose por satisfecho, salió a jugar. Cuando regresó a si casa, volvió a quedarse pensativo frente a aquel enorme libro de cubiertas blancas. Su madre ponía la mesa, pues se acercaba la hora de comer. -¿Y ahora qué pasa? –preguntó ésta-. ¿Por qué vuelves a quedarte serio? -Es que, mamá –respondió el niño-, mientras jugaba en el patio he estado pensando algunas cosas… -¿Y en qué pensabas, si puede saberse? -Pensaba que si ese libro es de Dios, ¿por qué no se lo devolvemos? ¡Al fin que aquí no lo ocupamos! Sí, hay casas en las que este libro no se ocupa, donde no se abre nunca y mucho menos se lee. Una vez, en una de sus cartas, el Papa Gregorio Magno (540-604) escribió así a su amigo Teodoro, que era nada menos que el médico personal del emperador y estaba siempre atareadísimo: “Tengo que hacer un reproche al alma queridísima del ilustrísimo hijo y señor mío Teodoro, porque se deja vencer sin descanso por las ocupaciones mundanas, se empeña en continuar salidas, pero descuida leer cada día las palabras de su Redentor. Ahora bien, ¿qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura? Ciertamente, si Vuestra Excelencia se encontrarse fuera de su casa, y recibiese un escrito de su emperador terreno, no estaría tranquilo, no descansaría, no dormiría antes de conocer lo que el emperador terreno le manda decir. El Emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, te ha enviado sus cartas, que aluden a tu vida, ¡y tú no muestras ninguna impaciencia por leerlas!” (Epistolario 5, 46). ¡Qué don del cielo es poder tener una Biblia en casa! De ponerme a contar cómo Dios me ha sacado de algunos apuros a través de ella, no acabaría nunca. Por eso, contaré únicamente dos. Hace muchos, muchos años, cuando estudiaba ingeniería y aún no me decía a entrar al Seminario, aunque tenía muchas ganas de ello, al abrir las Escrituras sin ningún tipo de plan preconcebido, me encontré con estas palabras que el Señor dirigió a Judas en el transcurso de la última cena: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto” (Juan 13, 27). ¿Qué me estaba diciendo Dios a través de ellas? De modo que no lo pensé más y tomé la decisión. Y pasaron los años. Ya era yo sacerdote, aunque todavía muy joven. Mi obispo había decidido que tenía que irme a estudiar filología hispánica a la Universidad de Salamanca, en España. Pero yo tenía miedo. ¡Jamás me había subido a un avión! Y no dormía a causa de la ansiedad. Aquello y la agonía en el Huerto eran para mí la misma cosa… ¡La agonía en el Huerto! ¡Getsemaní! Entonces leí el relato y me encontré con estas palabras que Jesús dirigió a sus discípulos, que temblaban de miedo: “¡Levantaos, vamos!” (Marcos 14, 42). No era una invitación; era una orden. Y no me quedó más remedio que acatarla yo también. Invito a mis lectores a hacer la prueba. En los momentos de incerteza y aflicción, de duda e incertidumbre, no le devuelvan su libro a Dios. Ábranlo. Así hizo siempre San Francisco de Asís. Así hicieron los santos. Y, por lo que sé, nunca quedaron defraudados.   El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Se cuenta que una vez un niño, mientras iba a jugar al patio de su casa, se quedó mirando fijamente un enorme libro que reposaba sobre una mesita, junto al comedor. ¡Sí, era un libro gigantesco! De seguro no podría cargarlo si su padre, de pronto, lo colocara sobre sus hombros.

Su padre leía libros, sobre todo antes de acostarse, pero eran siempre libros más pequeños, y también de cubiertas más coloreadas y blandas. ¿Por qué éste, en particular, era tan grande?

La madre, que hizo su aparición en el centro de la sala, notó la perplejidad de su hijo y le preguntó:

-¿Qué pasa?

-Ese libro… -dijo el niño-. Es muy grande. Yo solo no podría cargarlo. ¡Y, además, no es como los otros libros!

-Claro que no. No es como los demás libros. En eso tienes razón.

-¿Y por qué no? ¿De qué trata?

La madre se quedó pensativa durante unos instantes. ¿Qué podía responder a su hijo? Si le decía, por ejemplo: “Es que es la Biblia”, el niño iba a quedarse como al principio; además, esta respuesta daría pie a nuevas y sucesivas preguntas. Diría el niño, por ejemplo: “¿Y qué es la Biblia?”. Entonces se le ocurrió algo mejor:

-¿Quieres saber de veras por qué es un libro muy grande, el más grande de todos los libros que has visto en la casa? Porque ese libro es el libro de Dios.

-¡Oh! –exclamó el niño. Y, dándose por satisfecho, salió a jugar.

Cuando regresó a si casa, volvió a quedarse pensativo frente a aquel enorme libro de cubiertas blancas. Su madre ponía la mesa, pues se acercaba la hora de comer.

-¿Y ahora qué pasa? –preguntó ésta-. ¿Por qué vuelves a quedarte serio?

-Es que, mamá –respondió el niño-, mientras jugaba en el patio he estado pensando algunas cosas…



-¿Y en qué pensabas, si puede saberse?

-Pensaba que si ese libro es de Dios, ¿por qué no se lo devolvemos? ¡Al fin que aquí no lo ocupamos!

Sí, hay casas en las que este libro no se ocupa, donde no se abre nunca y mucho menos se lee.

Una vez, en una de sus cartas, el Papa Gregorio Magno (540-604) escribió así a su amigo Teodoro, que era nada menos que el médico personal del emperador y estaba siempre atareadísimo: “Tengo que hacer un reproche al alma queridísima del ilustrísimo hijo y señor mío Teodoro, porque se deja vencer sin descanso por las ocupaciones mundanas, se empeña en continuar salidas, pero descuida leer cada día las palabras de su Redentor. Ahora bien, ¿qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura? Ciertamente, si Vuestra Excelencia se encontrarse fuera de su casa, y recibiese un escrito de su emperador terreno, no estaría tranquilo, no descansaría, no dormiría antes de conocer lo que el emperador terreno le manda decir. El Emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, te ha enviado sus cartas, que aluden a tu vida, ¡y tú no muestras ninguna impaciencia por leerlas!” (Epistolario 5, 46).

¡Qué don del cielo es poder tener una Biblia en casa! De ponerme a contar cómo Dios me ha sacado de algunos apuros a través de ella, no acabaría nunca. Por eso, contaré únicamente dos.

Hace muchos, muchos años, cuando estudiaba ingeniería y aún no me decía a entrar al Seminario, aunque tenía muchas ganas de ello, al abrir las Escrituras sin ningún tipo de plan preconcebido, me encontré con estas palabras que el Señor dirigió a Judas en el transcurso de la última cena: “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto” (Juan 13, 27). ¿Qué me estaba diciendo Dios a través de ellas? De modo que no lo pensé más y tomé la decisión.

Y pasaron los años. Ya era yo sacerdote, aunque todavía muy joven. Mi obispo había decidido que tenía que irme a estudiar filología hispánica a la Universidad de Salamanca, en España. Pero yo tenía miedo. ¡Jamás me había subido a un avión! Y no dormía a causa de la ansiedad. Aquello y la agonía en el Huerto eran para mí la misma cosa… ¡La agonía en el Huerto! ¡Getsemaní! Entonces leí el relato y me encontré con estas palabras que Jesús dirigió a sus discípulos, que temblaban de miedo: “¡Levantaos, vamos!” (Marcos 14, 42). No era una invitación; era una orden. Y no me quedó más remedio que acatarla yo también.

Invito a mis lectores a hacer la prueba. En los momentos de incerteza y aflicción, de duda e incertidumbre, no le devuelvan su libro a Dios. Ábranlo. Así hizo siempre San Francisco de Asís. Así hicieron los santos. Y, por lo que sé, nunca quedaron defraudados.

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.





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