Palabras hastiadas

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COLUMNA

Columna invitada

Es Dios quien provoca los encuentros

"Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía".

3 junio, 2020
Si no me equivoco, creo que fue Horacio, el poeta latino, quien dijo que antes de emprender la lectura de una obra había que dejarla reposar por lo menos cincuenta años para que el tiempo juzgara si valía la pena tomarse el trabajo o no. Pues bien, en el caso del libro del Papa Juan Pablo II ¡Levantaos! ¡Vamos!, las cosas no sucedieron exactamente así, ya que lo leí el mismo día en que lo compré, y casi de un tirón. Aquella tarde estaba yo libre de compromisos, así que leí y leí, hasta que en la página 69 me encontré con un párrafo que me hizo detener la marcha; en él, el Papa revelaba el secreto del éxito que siempre tuvo en su relación con las personas. ¿En que consistía éste? Helo aquí: “Cuando encuentro una persona, ya rezo por ella. Y eso facilita la relación...  Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía”. Leer: Juan Pablo II: Superando el formalismo en la vida de la fe Para el Papa, todo aquel que llega a nuestra vida es un enviado. Un enviado de Dios, es decir, un ángel. Es Él quien nos lo manda, quien lo pone a nuestro lado y lo confía a nuestra caridad. Los caminos del mundo son demasiado numerosos -¡es tan ancho este mundo!- como para que el encuentro con esta persona concreta pueda deberse a la sola y fría casualidad. Quien llega a nuestra vida no lo hace por su propia cuenta, sino enviado por Alguien para que lo tomemos a nuestro cargo y lo pongamos en lugar seguro. Desde el momento en que llega, somos responsables de que encuentre lo que el que lo envió quiso exacta y puntualmente que encontrara. ¡Y pobres de nosotros si éste no halla más que hombres y mujeres apurados, indiferentes, hostiles, perversos o incluso majaderos! Cuando alguien aparece frente a mí, la desnudez de su rostro me dice: “Protégeme”. ¡El rostro del hombre! Nadie ha meditado tanto y tan bellamente sobre él como el filósofo judío Emmanuel Lévinas (1906-1995), quien dijo así en uno de sus libros: “El rostro del otro me intima al amor, o por lo menos me prohíbe la indiferencia con respecto a él”. “El rostro del otro me afecta, no en indicativo, sino en imperativo. A su intimación sólo puedo responder: Aquí estoy. Me convierto en su obligado. La proximidad del prójimo es mi responsabilidad para con él; acercarse es ser guardián del hermano; ser guardián del hermano es ser su rehén”. Leer: La Virgen de Guadalupe y san Juan Pablo II ¡Ser su rehén! ¡Qué expresión más dura, y sin embargo no parece haber otra que exprese mejor ese ponerse a las órdenes que tiene lugar en todo encuentro cuando nuestra cortesía es verdadera! El rostro del otro no sólo nos recuerda la existencia de un mandamiento que dice: No matarás (Éxodo 20, 13), sino también la urgencia de cumplir con ese otro que exige: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Levítico 19, 18; Mateo 22, 39). Ahora bien, cuando en el encuentro con un ser lo que prevalece es la falta de amor, la desatención o la indiferencia, cometemos un acto de doble traición, pues traicionamos al enviado y a Aquel que nos lo envió, haciendo quedar mal al Señor. Durante mucho tiempo, la siguiente oración para rezar por la calle de Michel Quoist (1921-1997) fue una de mis favoritas, y la transcribo ahora aquí por una especie de deuda que tengo para con su autor, pues de no haberla leído nunca acaso hoy sería yo uno de los hombres más solos del planeta: Un hombre me ha pisado. Yo lo miro con rabia. Él, con resentimiento. Pero luego he pensado que no fue para odiarnos para lo que Tú has hecho que él y yo nos cruzáramos. Sus ojos han llamado a la puerta de mi alma. Le abriré sonriendo. Y sonrío. Y sonríe. Y con este apretón de manos me nace un nuevo amigo. ¡Ah, cuánto te agradezco este encuentro, Señor! “Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía”. Esto vale incluso para el que nos pisa distraídamente mientras camina sin vernos por alguna calle de la vida. Quién sabe si Dios, a través de un pisotón, quiera ver nacer una amistad.

Si no me equivoco, creo que fue Horacio, el poeta latino, quien dijo que antes de emprender la lectura de una obra había que dejarla reposar por lo menos cincuenta años para que el tiempo juzgara si valía la pena tomarse el trabajo o no. Pues bien, en el caso del libro del Papa Juan Pablo II ¡Levantaos! ¡Vamos!, las cosas no sucedieron exactamente así, ya que lo leí el mismo día en que lo compré, y casi de un tirón.

Aquella tarde estaba yo libre de compromisos, así que leí y leí, hasta que en la página 69 me encontré con un párrafo que me hizo detener la marcha; en él, el Papa revelaba el secreto del éxito que siempre tuvo en su relación con las personas. ¿En que consistía éste? Helo aquí:

“Cuando encuentro una persona, ya rezo por ella. Y eso facilita la relación…  Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía”.

Leer: Juan Pablo II: Superando el formalismo en la vida de la fe

Para el Papa, todo aquel que llega a nuestra vida es un enviado. Un enviado de Dios, es decir, un ángel. Es Él quien nos lo manda, quien lo pone a nuestro lado y lo confía a nuestra caridad. Los caminos del mundo son demasiado numerosos -¡es tan ancho este mundo!- como para que el encuentro con esta persona concreta pueda deberse a la sola y fría casualidad.

Quien llega a nuestra vida no lo hace por su propia cuenta, sino enviado por Alguien para que lo tomemos a nuestro cargo y lo pongamos en lugar seguro. Desde el momento en que llega, somos responsables de que encuentre lo que el que lo envió quiso exacta y puntualmente que encontrara. ¡Y pobres de nosotros si éste no halla más que hombres y mujeres apurados, indiferentes, hostiles, perversos o incluso majaderos! Cuando alguien aparece frente a mí, la desnudez de su rostro me dice: “Protégeme”.

¡El rostro del hombre! Nadie ha meditado tanto y tan bellamente sobre él como el filósofo judío Emmanuel Lévinas (1906-1995), quien dijo así en uno de sus libros: “El rostro del otro me intima al amor, o por lo menos me prohíbe la indiferencia con respecto a él”.

“El rostro del otro me afecta, no en indicativo, sino en imperativo. A su intimación sólo puedo responder: Aquí estoy. Me convierto en su obligado. La proximidad del prójimo es mi responsabilidad para con él; acercarse es ser guardián del hermano; ser guardián del hermano es ser su rehén”.

Leer: La Virgen de Guadalupe y san Juan Pablo II

¡Ser su rehén! ¡Qué expresión más dura, y sin embargo no parece haber otra que exprese mejor ese ponerse a las órdenes que tiene lugar en todo encuentro cuando nuestra cortesía es verdadera!

El rostro del otro no sólo nos recuerda la existencia de un mandamiento que dice: No matarás (Éxodo 20, 13), sino también la urgencia de cumplir con ese otro que exige: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Levítico 19, 18; Mateo 22, 39).

Ahora bien, cuando en el encuentro con un ser lo que prevalece es la falta de amor, la desatención o la indiferencia, cometemos un acto de doble traición, pues traicionamos al enviado y a Aquel que nos lo envió, haciendo quedar mal al Señor.

Durante mucho tiempo, la siguiente oración para rezar por la calle de Michel Quoist (1921-1997) fue una de mis favoritas, y la transcribo ahora aquí por una especie de deuda que tengo para con su autor, pues de no haberla leído nunca acaso hoy sería yo uno de los hombres más solos del planeta:

Un hombre me ha pisado.

Yo lo miro con rabia.

Él, con resentimiento.

Pero luego he pensado

que no fue para odiarnos

para lo que Tú has hecho

que él y yo nos cruzáramos.

Sus ojos han llamado

a la puerta de mi alma.

Le abriré sonriendo.

Y sonrío.

Y sonríe.

Y con este apretón de manos me

nace un nuevo amigo.

¡Ah, cuánto te agradezco este

encuentro, Señor!

“Tengo como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me confía”.

Esto vale incluso para el que nos pisa distraídamente mientras camina sin vernos por alguna calle de la vida. Quién sabe si Dios, a través de un pisotón, quiera ver nacer una amistad.