Dichosos los que mueren
Tu semblante no me engaña: eres mortal; tienes el rostro de quien dice adiós.
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Esto fue lo que dijo Jesús a sus discípulos. ¿Y a quién se refería al hablar así sino a Él mismo? Con estas palabras profetizó su propia muerte, declarando, además, que moría por sus amigos.
¿Existe una mayor declaración de amor? No le dijo a Pedro como muy pronto éste le diría a Él: “Tú bien sabes que te amo”, pero le dice en cambio: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, haciéndole ver que nadie en este mundo lo ama con un amor mayor. Se trata de una declaración de amor: misteriosa, tal vez; incomprensible entonces, pero la más tierna y entrañable que un amigo haya hecho jamás.
No se trata de meras palabras; es también una promesa. Es como si dijera el Señor: “Yo voy a morir, pero la verdad es que nadie me mata: yo mismo entrego mi vida, por ustedes, por ti, Pedro”.
Hay quienes piensan que amar a alguien es decirle dulces palabras. Es bueno que las digan, pero es más bueno que el amor no se quede en palabras. Es preciso entregar la vida. Y si amar es dar la vida por aquello que se ama, ¿cómo habríamos creído que Dios nos amaba si el Verbo no se hubiera hecho carne para morir por nosotros? Porque en esto consiste el misterio de la encarnación: no en que un hombre se haya hecho Dios, sino en que Dios se hizo hombre. ¿Y por qué se hizo hombre? El Credo, que dentro de poco vamos a recitar todos a una voz, nos ofrece una respuesta bastante escueta: “Por nosotros y por nuestra salvación”, dice. Sí, así ha sido, sin duda. Pero habría que agregar: “Para que creyeras, cristiano, que Dios te ama”. ¡Ah, qué fácil hubiese sido que el Altísimo, bendito sea, se conformara con decirnos que los hombres éramos importantes para Él y que, por tanto, nos amaba! Pero una declaración como ésta, por bella que sea, si no va acompañada de obras, no es y no será nunca creíble.
“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, se dirían en la eternidad el Padre y el Hijo, y entonces éste, para demostrar a los hombres que el amor del Padre era real y no un mero amor romántico y mentiroso, decidió encarnarse, tomar un cuerpo humano destinado a la muerte. ¡El inmortal se hizo mortal, amigos míos, y el que moraba en la eternidad quiso sufrir en carne propia los rigores del tiempo! Y todo esto, porque nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y aquí, hermanos, es adonde quería venir a parar. ¿Eres mortal, verdad que sí? ¿O me equivoco y eres un ángel caído del cielo merced a sus alas rotas? Tu semblante no me engaña: eres mortal; tienes el rostro de quien dice adiós. Entonces tú también estás llamado a dar la vida por aquellos a los que amas.
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