La Muerte y Resurrección de Cristo: Por su cruz hemos sido salvados
La muerte nos desafía continuamente, nos amenaza y nos desconcierta, ¿cómo verla a la luz de la fe?
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La vida de todo ser humano está envuelta en el misterio. Por un lado, estamos rodeados de esperanzas y alegrías, de sueños y proyectos que nos llenan de luz y de confianza, pero también existen sombras, sufrimientos y temores, entre los cuales quizá el más grande es el temor a la muerte, sin duda agudizado a partir de la tragedia detonada para la humanidad por el virus Sars-Cov-2.
La muerte nos desafía continuamente, nos amenaza y nos desconcierta, nos hace enfrentarnos con nuestra máxima limitación. De ahí el grito que emerge de lo más recóndito de cada corazón humano: “¡No quiero morir!”.
No en vano el ser humano siempre se ha esforzado por conservar la vida, defender la vida, aferrarse a la vida. Hoy la ciencia y la tecnología luchan con todos sus recursos para prolongar la vida humana, para retardar el arribo de la muerte. Y sin embargo, tarde o temprano, llega la muerte.
Ahora bien, cuando no se tiene fe en Cristo, la muerte se nos presenta como una aplastante experiencia de contradicción, de limitación y de fracaso.
Recordemos que las trágicas consecuencias del pecado original fueron, justamente, la ruptura del hombre con Dios y el arribo de la muerte a la existencia humana.
Sin embargo, Dios se compadeció de nosotros, pues nos envió a su Hijo para reconciliarnos con Él y rescatarnos del abismo de la muerte.
Por la muerte y la resurrección de Cristo, recibimos la redención y el perdón de los pecados, recibimos también la semilla de la resurrección, de la vida futura.
Su muerte fue un acto de amor
La muerte de Jesús, que estaremos celebrando en los próximos días, es un acto inaudito de amor de Dios por nosotros. Jesús había dicho: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13) y lo cumplió: entregó su vida por nosotros en la cruz.
Por su muerte y resurrección, Cristo nos reconcilió con Dios Padre, nos redimió salvándonos del pecado y de la muerte, nos rescató de la muerte eterna y nos abrió la posibilidad de la resurrección.
Gracias a la muerte de Cristo, el misterio de nuestra propia muerte se ha transformado.
Gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo, cuando tenemos que enfrentarnos con la muerte, personal o de algún ser querido, tenemos la esperanza de que, donde parece que todo concluye, todo comienza; donde parece que todo es absurdo, todo empieza a cobrar su más auténtico sentido; donde parece que ha triunfado la muerte, comienza la verdadera vida; donde parece que ya no existe esperanza, en realidad se abren los horizontes del verdadero porvenir; donde parece que la oscuridad lo inunda todo, en realidad resplandece la luz inextinguible de Cristo resucitado y glorioso.
Así pues, en la muerte y en la resurrección de Cristo, que nos disponemos a celebrar durante el triduo pascual, Dios nos regala una respuesta esperanzadora sobre nuestro porvenir y sobre la comunión futura con los seres queridos que la muerte nos ha arrebatado (cf. Gaudium et spes 18), pues como dice el número 22 de la constitución pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II:
En Cristo y por Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que, fuera de su Evangelio, nos aplasta. Cristo resucitó, venciendo a la muerte con su muerte, y nos dio la vida, de modo que, siendo hijos de Dios en el Hijo, podamos clamar en el Espíritu: ¡Padre!
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