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Caía desde el segundo piso del claustro, brincando la balaustrada y haciéndose añicos, su cabecita se desprendió del cuerpo, y rodó muchos metros hasta llegar al primer piso a la puerta de la sala capitular, (contigua a la sacristía de la Catedral), sin embargo sus brazos adheridos aún al cuerpo, no dejaban de sostener fuertemente al niño.

Su rostro, aunque había pasado la terrible angustia, de que su hijo quedará destrozado, por increíble que parezca, no perdió su belleza, ni un rasguño tocó su maternal faz. Su manto protector se deshizo en partes, pero, había cumplido su cabal misión.

La imagen llegó quince años atrás, junto con un hermoso nicho de madera de color marrón. Muy pronto se adueñó de la admiración de todos los que llegaban a la Curia, esparciendo su dulzura a más no poder. Muchos la habían querido comprar. No estaba en venta, era la respuesta.

Ese día, el modesto nicho se venció, se ladeó un poco, suficiente para que la preciosa imagen cayera.

Unos empleados al escuchar el estruendo, salieron asustados y después de contemplar la triste escena, recogieron devotamente cada una de sus partes, no para tirarlas, por supuesto, sino para resguardarlas, esperando un mejor tiempo, un milagro, un alma que se apiadara…

Muchos meses estuvieron las piezas en el rincón oscuro de una oficina, hasta que en una visita pastoral en una parroquia de las orillas de la ciudad, surgió un nombre, se trataba de un humilde señor ya jubilado, que por afición se dedicaba a restaurar las imágenes que la Cáritas parroquial le encargaba, para venderlas o donarlas.

Ese detalle no pasó desapercibido y quedó registrado. Más adelante lo llamamos, y aunque no quería venir por parecerle muy trascendental el encargo, se dejó venir. Vio las piezas destrozadas, las contempló largamente y aceptó el trabajo. Pero, ¿qué hizo este buen hombre? Tardó en restaurarla -¡cómo si no!-. Al final, más que pegar los pedazos o recomponer las partes, le recuperó su dignidad, su alta estima ganada, le restituyó su belleza y su esplendor.

No es un trabajo el que me piden, nos explicó, es una gracia para mi, una bendición para mi familia. En efecto, sus manos delicadas, como las de un maestro artesano, y su amor por la virgen hicieron el milagro. Fue como devolverle el alma. El Señor me ha dado mucho, nos dijo.



Cuando recibimos la imagen, nos sacudieron sentimientos de resurrección, nos hizo experimentar mucha alegría y una gran satisfacción, como el haber hecho una obra buena, algo que valía la pena. El no ver las cosas simplemente como el “ya no sirven”, sino la importancia de recuperar historias, amores, añoranzas, recuerdos, vidas, devociones, vínculos (patrona de los maristas), y el aprecio por el arte (con mayúscula).

No por nada lleva el nombre de la Buena Madre, pues a pesar de haberse caído y hecho pedazos, no dejó de apretar en sus brazos fuertes a su amado hijo y prefirió antes perderlo todo, incluso su integridad y su vida, que dejar de proteger a su tesoro más preciado. Así también es ella con cada uno de nosotros, sus hijos amados.

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*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la Fe.





Autor

Es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Monterrey. 

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