Es una desgracia no saber expresar los propios sentimientos. ¿O acaso no dan pena aquellos seres que, amando a otros, no se lo demuestran nunca? Y no porque sean malos, no, sino sencillamente porque no saben cómo hacerlo. El que ama, abraza, toca, mira intensamente, pero estas personas de las que hablo ni abrazan, ni tocan, ni miran intensamente, ni nada de nada. Son como postes o palos secos. Y si su esposa les pregunta: “¿Me quieres?”, ellos hacen como que no oyen y pasan a hablar de otra cosa: “¿Hemos pagado ya, querida, el recibo de la luz?”.

Hay también quienes jamás se permitirían estallar en llanto aunque todas las circunstancias los indujeran a ello. Han sido abandonados, o han perdido un hijo, o se han separado, y a pesar de ello no dan muestras de haber sido afectados más que superficialmente: sólo se limitan a apretar el puño y a endurecer el rostro. Judas era así. El evangelio no nos dice que llorara tras haber entregado a su Señor, pero sí que corrió a ahorcarse. Si hubiese llorado, tal vez no se hubiera ahorcado.

¿Y el enojo? También es necesario expresarlo. Cuando me molesto con mis hermanos o con mis amigos es preciso que les haga saber que estoy enojado y por qué razón lo estoy, ya que si no les expreso mis sentimientos, lo más seguro es que acabe distanciándome de ellos. Yo puedo fingir que no pasó nada, que lo que me hicieron no tiene importancia, pero pasó, y además tiene importancia, al menos para mí. 

Es cierto que no podemos andar por la vida llorando, o enojándonos con la primera persona que nos encontremos en la avenida: eso sería una locura. Lo que digo es que expresar los propios sentimientos es una necesidad humana básica y que no expresarlos puede ser fuente de hondas desdichas.

Es por eso que me preocupa –y no poco- que las generaciones jóvenes no estén siendo preparadas ni alentadas a expresar sus verdaderos sentimientos. Los jóvenes de hoy ríen menos entre ellos, se abrazan menos y lo expresan todo mediante unos figuritas llamadas emoticones que no pueden dar cuenta –ni siquiera remotamente- de su estado emocional.

En cierta ocasión pude ver lo que un joven de preparatoria escribía a través de su teléfono a uno de sus amigos. Éste lo invitaba a cenar enviándole la imagen de una hamburguesa. Ahora bien, ¿qué le respondió el muchacho del que hablo? Una carita que se relamía los labios. Y cuando el amigo le envió la foto de la chica que le gustaba, éste se limitó a comentarla adjuntando un corazón. No dijo: “¡Guau, qué bonita es!”, ni nada por el estilo, sino que se limitó a enviarle un emoticón.

Se me dirá que dramatizo, o que exagero, o que engrandezco lo que en sí mismo es insignificante. Y, sin embargo, yo creo que no lo es.

Una vez, una joven feligresa de mi parroquia me mandó el emoticón de una chica llorando, pero nada más que eso. ¿Qué debía yo entender con ello? ¿Qué estaba triste? ¿Que lloraba en ese momento? ¿O qué exactamente?

Si me hubiese escrito contándome lo que le pasaba, yo habría entendido al punto que era necesario ir a buscarla o decirle que la esperaba en mi oficina, pero como sólo me había mandado esa carita, yo, en respuesta, le mandé otra: la de un monito agitando la mano a modo de saludo.

Semanas más tarde me reprochó el no haber hecho caso de su desesperada petición de ayuda.

-Pero, ¿a qué hora me pediste ayuda? –le pregunté.

Y ella:

-Cuando le envié mi mensaje.

Y yo, otra vez:

-¿Qué mensaje?

-El emoticón.

¿Así que esa era una petición de ayuda?

-Perdón –le dije-. No entendí. Sólo creí comprender que estabas triste, pero no que necesitabas ayuda.

¿Por qué esta joven desesperada no había verbalizado sus sentimientos? Porque para eso estaban los emoticones, precisamente: para que hicieran por ella lo que ella no era capaz de hacer por sí misma.

En un libro reciente, el joven sacerdote canadiense Jonah Lynch explicaba a un periodista por qué los mensajes enviados a través de las redes sociales no pueden ni podrán nunca reemplazar los mensajes que debemos enviarnos los unos a los otros de una manera mucho más personal:

“Cuando escribes: ‘Un abrazo’, no se produce en el mundo exterior ninguna vibración. Cuando abrazas a una persona, en cambio, puedes elegir entre las más distintas maneras de hacerlo: existe el abrazo formal, el abrazo de un amigo querido, el abrazo que das a la chica que amas… ¡Existen infinitas maneras de hacerlo! Pero en un mensaje sólo puedes, como máximo, agregar un signo de admiración, o bien agregar una carita. Lo cual, a decir verdad, es un poco pobre. Es como una variable en una ecuación matemática, que está en lugar de mi afecto, pero que no lo expresa adecuadamente” (Il profumo dei limoni. Tecnologia e rapporti umani nell’era di Facebook, Turín, Lindau, 2011, p. 148).

Le dije a la joven de la presunta petición de ayuda:

-Nunca me mandes el emoticón de unas lágrimas que salen disparadas al vacío como en aerosol: cuando tengas ganas de llorar, mejor ven y llora conmigo. Y cuando estés contenta, no me mandes una carita sonriente: mejor sonríeme. Y así yo te entenderé y tú te entenderás, que es lo que más importa. ¿Te parece?

Espero que no haya tomado mis palabras como un regaño. Porque no lo era. ¡Y, además, los jóvenes de hoy son tan susceptibles! Qué paradoja, ¿no?

Más artículos de autor: El valor de lo absoluto

*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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P. Juan Jesús Priego

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