Entre los filósofos y los sabios el hombre no tiene amigos. El Señor del cielo y de la tierra parece ser el único amigo que le queda. Así lo dijo una vez, en un libro suyo, el filósofo judío Abraham Joshua Heschel (1907-1972), suscesor de Martin Buber –otro gigante- en la casa de formación que éste había fundado en la ciudad alemana de Frankfurt e incansable defensor del hombre y de lo humano.
En una época en la que el hombre se ha vuelto “poca cosa”, urge volver a las fuentes espirituales para que nos recueden el valor infinito de su vida.
Cuando la fe declina en una sociedad, también declina el valor del hombre. Aunque los ateos no lo vean así –ni quieran verlo-, Dios es el gran defensor –y el gran vengador- del hombre.
Para Heschel, pues, el mayor esfuerzo de la religión consiste en revertir la tendencia, hoy predominante en todos los ámbitos, a banalizar y despreciar la existencia humana.
Para un industrial, el ser humano es una fuerza de trabajo; para un banquero, es un mero sujeto de crédito; pero, para Dios, es alguien dotado de un valor inmenso, pues ha sido hecho “a su imagen y semejanza”. El hombre es la criatura más parecida a Él y, también, la más amada.
Sólo ella puede pensar, decía Pascal. Pero, para Heschel, no radica sólo en esto su inmensa dignidad, sino en el hecho de que sea la única criatura que puede orar. ¡Nunca el hombre es más hombre que cuando, en el momento de la plegaria, levanta los ojos al cielo y se pone en contacto con Aquel que lo tejió en las entrañas de su madre. El hombre es la única criatura que, por decirlo así, tiene línea directa con el Todopoderoso.
“Poseer conocimientos, salud o habilidades –escribe Heschel- no constituye la dignidad del hombre… Nuestra reverencia por el hombre es suscitada por algo que está más allá de nuestro alcance, algo de lo cual ninguno puede despojarlo. Es su derecho a orar, su capacidad para adorar, para proferir un grito que pueda alcanzar a Dios”.
Que a Dios le preocupa el hombre –que a Dios le duele el hombre, como diría don Miguel de Unamuno-, es algo que queda demostrado por las tablas del Decálogo: de los diez mandamientos que las componen, únicamente tres se refieren a Dios y los otros siete al hombre: honra a tu padre y a tu madre, no mates, no robes, no codicies los bienes de tu prójimo…
Incluso me atrevería a decir que ni siquiera tres mandamientos se refieren exclusivamente a Dios, pues el tercero de ellos está más referido al hombre que a Dios: se trata del mandamiento del descanso. ¿Dónde se ha visto un Dios que exija al hombre que tome un respiro, estire las piernas y se ponga a cantar de alegría? Pues bien, incluso de este detalle, que parece ínfimo, se preocupa Dios: “Acuérdate del sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todos tus trabajos. Pero el séptimo es día de descanso en honor del Señor tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tus hijos, ni tus siervos, ni tu ganado, ni el extranjero que habite en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y el séptimo descansó. Por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo santificó” (Éxodo 20, 8-11).
¿A quién beneficia más el descanso sabático: a Dios o al hombre?
Odiar a Dios, según el pensamiento de Heschel, equivale a odiarse a uno mismo. ¿Qué es lo que en el fondo persigue quien propaga el ateísmo entre las masas? Persigue robarle al hombre su dignidad para, así, explotarlo mejor: hacer de él un objeto de consumo incluso en el sentido más sexual que pueda adquirir esta expresión.
Dice Heschel: “Los dioses paganos tienen necesidades egoístas, mientras que el Dios de Israel –el Padre de nuestro Señor Jesucristo, añado yo- sólo necesita la integridad del hombre. La necesidad de Moloc es la muerte del hombre; la necesidad del Señor es la vida del hombre”.
Se preguntan los observadores sociales, los políticos y los periodistas: “Pero, ¿cómo y por qué se han vuento tan violentas nuestras sociedades?”. Fingen que no lo saben, y hasta se muestran soprendidos. Pero, por si lo ignoran, ahora mismo se lo digo yo: porque, cuando se quiere asesinar a Dios, el primero que cae abatido es siempre el hombre.
“Dios no habla a las estrellas –dice Heschel-, habla al hombre… En los diálogos socráticos de Platón no encontramos por ninguna parte una solución directa al problema de qué es el hombre. Sólo hay una respuesta indirecta: ‘Se dice que (el hombre) es una criatura constantemente en búsqueda de sí misma’… La respuesta bíblica no sería que el hombre es una criatura en busca constante de sí misma, sino que el hombre es una criatura buscada constantemente por Dios… El tema principal del pensamiento bíblico no es, pues, el conocimiento de Dios por el hombre sino, más bien, el conocimiento del hombre por Dios, el hecho de que el hombre sea objeto del conocimiento y la atención divinos… Dios toma al hombre en serio… Dios no se muestra indiferente ante nuestras alegrías y dolores. Las necesidades vitales auténticas del cuerpo y el alma humanos son objeto de la preocupación divina. Por eso la vida humana es sagrada. El hombre es hombre no por lo que tiene en común con la tierra, sino por lo que tiene en común con Dios… La vida humana es santa, más santa incluso que los rollos de la Torá. Su santidad no se debe a una realización del hombre; es un don de Dios y no algo obtenido mediante algún mérito. El hombre debe ser tratado, pues, con el honor que se debe a una semejanza que representa al Rey de reyes”.
En una época como la nuestra en que, como dice la canción, “la vida no vale nada”, sería oportuno grabar estas palabras en algún ángulo o repliegue de nuestro corazón.
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