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COLUMNA

Columna invitada

Las tentaciones, una reflexión para la Cuaresma

De las tentaciones sufridas por Cristo en el desierto, la segunda me parece la más insidiosa de las tres.

22 febrero, 2020
De las tentaciones sufridas por nuestro Señor Jesucristo en el desierto, la segunda me parece la más insidiosa de las tres por ser al mismo tiempo la más sutil, la más terriblemente espiritual, por decirlo así. La primera de ellas (“Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en panes”) es demasiado grosera, y la tercera (“Todo esto te daré si, postrándote delante de mí, me adoras”) demasiado vulgar. ¡Ah, pero la segunda tentación, ésa sí que es diferente! Leer: Permanecer en la Iglesia para ser fieles a Cristo “Entonces el diablo lo llevó a la parte más alta del Templo, y le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, pues está escrito: A sus ángeles enviará para que tu pie no tropiece en piedra alguna’” (Mateo 4,5-6). “A los que Dios ama no les pasa nunca nada. ¡Anda, lánzate! Dios demostrará que te ama enviando a sus ángeles para que la dureza de la roca no hiera tu pie ni rompa tus huesos”. Es la tentación del orgullo, de la vanidad espiritual, a la que Jesucristo, por supuesto, no sucumbió: “Aléjate de mí, Satanás, porque también está escrito: No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4,7). Cuando cierto tiempo después Jesús anuncie a sus discípulos que será puesto en manos de los judíos y que éstos lo humillarán y lo crucificarán, Pedro tratará de consolarlo diciéndole: “¡No lo quiera Dios, Señor! ¡De ninguna manera! ¡Esto no puede sucederte a ti!” (Mateo 16, 22). Pero a Jesús esas palabras le resultan demasiado conocidas –recuerda perfectamente dónde las escuchó y en qué circunstancias-, y, poniéndose a la defensiva, responde a Pedro: “¡Aléjate de mí, Satanás!”.  Cuando era yo muy joven, siempre que leía este pasaje, me parecía que el Señor era demasiado severo con aquel discípulo impulsivo. ¿Qué había de malo en decirle a Jesús que eso no podía sucederle? ¡Si se trata sólo de un deseo! No obstante, aquel reproche de Jesús me parece ahora más que justificado, pues, si se observa bien, son las mismas palabras que pronunció el demonio en el desierto: “¡Esto no puede sucederte a ti!”.  Es una tentación terrible, pues lleva a leer el sufrimiento en clave de lejanía de Dios y, en último término, de desamor. Quiere el demonio que Cristo, en la cruz, blasfeme contra el Padre y se aleje afectivamente de Él; quiere Satanás que le pregunte en su agonía: “¿Es que no me amas? ¿Por qué, entonces, permites que me suceda esto?”.  Leer: ¡Qué tentación más insidiosa! Pues bien, también a nosotros nos tienta el demonio cuando nos dice: “Si de veras eres hijo de Dios, esto no puede sucederte a ti». ¿Por qué se accidentó tu hijo, ese niño de veinte años por quien, de haber podido, habrías dado incluso la vida? ¿Por qué nació tu hija, como se dice hoy, con capacidades diferentes, cuando tú te hubieses conformado con que tuviera las mismas capacidades de todo el mundo? ¿Por qué ser diferente si se podría ser igual? Si en realidad Dios te amara, esto no te hubiera sucedido a ti”.  “Eres sacerdote: tu vida es útil y hasta necesaria. ¿Cómo es que te han diagnosticado esta enfermedad que poco a poco irá quitándote el movimiento y minándote la energía? ¿Por qué Dios no se la envió a aquel amargado, tu vecino, que en lo único que piensa es en morirse? Pues bien, el que se morirá, y pronto, serás tú, mientras que él seguirá quejándose de la vida cuando tú ya no estés aquí para escucharlo. ¿Por qué te dejó tu marido para irse con otra? ¿Por qué este cáncer precisamente a ti, que eres más bueno que el pan? ¿Por qué se incendió tu casa y no en cambio la casa de a lado, que es una casa de malísima reputación? ¿Y por qué te quitaron el trabajo para dárselo a ese patán que no lleva una vida nada ejemplar y que hasta sale con mujeres distintas cada vez? A ti, en cambio, que no te pierdes la Misa de los domingos, mira cómo te va. ¿De veras serás el amado del Señor, como te dices a ti mismo? A juzgar por lo que te sucede, quizá no lo seas tanto. Confiésalo: Dios prefiere a los otros, mientras que tú, en cambio, le desagradas. “Toda tu vida te has esforzado en ser bueno, sirviendo a tu prójimo con cordialidad y abnegación. ¿Cómo es que ahora el médico te ha salido con que estás grave, y muy grave?”.  Ante estas palabras del demonio el corazón se rebela y dice:  -Es verdad, Dios no me ama. Si me amara, habría enviado a sus ángeles para...  Y el mal estará hecho, porque entonces nos habremos alejado afectiva y espiritualmente del único que podría sostenernos en semejante tribulación: nos habremos apartado de Dios, que era, precisamente, lo que el enemigo deseaba.  
*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

De las tentaciones sufridas por nuestro Señor Jesucristo en el desierto, la segunda me parece la más insidiosa de las tres por ser al mismo tiempo la más sutil, la más terriblemente espiritual, por decirlo así.

La primera de ellas (“Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en panes”) es demasiado grosera, y la tercera (“Todo esto te daré si, postrándote delante de mí, me adoras”) demasiado vulgar. ¡Ah, pero la segunda tentación, ésa sí que es diferente!

Leer: Permanecer en la Iglesia para ser fieles a Cristo

“Entonces el diablo lo llevó a la parte más alta del Templo, y le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, pues está escrito: A sus ángeles enviará para que tu pie no tropiece en piedra alguna’” (Mateo 4,5-6).

“A los que Dios ama no les pasa nunca nada. ¡Anda, lánzate! Dios demostrará que te ama enviando a sus ángeles para que la dureza de la roca no hiera tu pie ni rompa tus huesos”.

Es la tentación del orgullo, de la vanidad espiritual, a la que Jesucristo, por supuesto, no sucumbió: “Aléjate de mí, Satanás, porque también está escrito: No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4,7).

Cuando cierto tiempo después Jesús anuncie a sus discípulos que será puesto en manos de los judíos y que éstos lo humillarán y lo crucificarán, Pedro tratará de consolarlo diciéndole: “¡No lo quiera Dios, Señor! ¡De ninguna manera! ¡Esto no puede sucederte a ti!” (Mateo 16, 22). Pero a Jesús esas palabras le resultan demasiado conocidas –recuerda perfectamente dónde las escuchó y en qué circunstancias-, y, poniéndose a la defensiva, responde a Pedro: “¡Aléjate de mí, Satanás!”. 

Cuando era yo muy joven, siempre que leía este pasaje, me parecía que el Señor era demasiado severo con aquel discípulo impulsivo. ¿Qué había de malo en decirle a Jesús que eso no podía sucederle? ¡Si se trata sólo de un deseo! No obstante, aquel reproche de Jesús me parece ahora más que justificado, pues, si se observa bien, son las mismas palabras que pronunció el demonio en el desierto: “¡Esto no puede sucederte a ti!”. 

Es una tentación terrible, pues lleva a leer el sufrimiento en clave de lejanía de Dios y, en último término, de desamor. Quiere el demonio que Cristo, en la cruz, blasfeme contra el Padre y se aleje afectivamente de Él; quiere Satanás que le pregunte en su agonía: “¿Es que no me amas? ¿Por qué, entonces, permites que me suceda esto?”. 

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¡Qué tentación más insidiosa! Pues bien, también a nosotros nos tienta el demonio cuando nos dice: “Si de veras eres hijo de Dios, esto no puede sucederte a ti». ¿Por qué se accidentó tu hijo, ese niño de veinte años por quien, de haber podido, habrías dado incluso la vida? ¿Por qué nació tu hija, como se dice hoy, con capacidades diferentes, cuando tú te hubieses conformado con que tuviera las mismas capacidades de todo el mundo? ¿Por qué ser diferente si se podría ser igual? Si en realidad Dios te amara, esto no te hubiera sucedido a ti”. 

“Eres sacerdote: tu vida es útil y hasta necesaria. ¿Cómo es que te han diagnosticado esta enfermedad que poco a poco irá quitándote el movimiento y minándote la energía? ¿Por qué Dios no se la envió a aquel amargado, tu vecino, que en lo único que piensa es en morirse? Pues bien, el que se morirá, y pronto, serás tú, mientras que él seguirá quejándose de la vida cuando tú ya no estés aquí para escucharlo.

¿Por qué te dejó tu marido para irse con otra? ¿Por qué este cáncer precisamente a ti, que eres más bueno que el pan? ¿Por qué se incendió tu casa y no en cambio la casa de a lado, que es una casa de malísima reputación? ¿Y por qué te quitaron el trabajo para dárselo a ese patán que no lleva una vida nada ejemplar y que hasta sale con mujeres distintas cada vez? A ti, en cambio, que no te pierdes la Misa de los domingos, mira cómo te va. ¿De veras serás el amado del Señor, como te dices a ti mismo? A juzgar por lo que te sucede, quizá no lo seas tanto. Confiésalo: Dios prefiere a los otros, mientras que tú, en cambio, le desagradas.

“Toda tu vida te has esforzado en ser bueno, sirviendo a tu prójimo con cordialidad y abnegación. ¿Cómo es que ahora el médico te ha salido con que estás grave, y muy grave?”. 

Ante estas palabras del demonio el corazón se rebela y dice: 

-Es verdad, Dios no me ama. Si me amara, habría enviado a sus ángeles para… 

Y el mal estará hecho, porque entonces nos habremos alejado afectiva y espiritualmente del único que podría sostenernos en semejante tribulación: nos habremos apartado de Dios, que era, precisamente, lo que el enemigo deseaba.

 

*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.