Comunidad frente al acoso escolar
En la familia y en la comunidad, hay una gran oportunidad de construir espacios escolares, abiertos, donde el respeto no se enseñe en carteles, sino en gestos
Coordinador del Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México (C5 CDMX).
Las agresiones sufridas por Nicole, una niña de 12 años, en una escuela secundaria, son un llamado para colocar en el centro de Atencion, el acoso escolar, la discriminación.
Según la UNESCO, uno de cada tres estudiantes en el mundo sufre algún tipo de acoso escolar, una cifra equivalente a 150 millones de niñas, niños y adolescentes. En México, de acuerdo con datos del INEGI y del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el 32 por ciento de los alumnos de educación básica ha sido víctima de bullying y uno de cada cinco reconoce haber ejercido violencia contra otro compañero.
Las cifras no son solo números: son gritos silenciosos que exigen atención desde el lugar donde hay una oportunidad de erradicar estas violencias: el hogar y la comunidad.
El acoso no nace en el aula: llega desde antes. Cada niño que empuja, humilla o insulta, reproduce formas de relación que aprendió —o que nadie le ayudó a desaprender—. La familia es el primer espacio educativo, donde se enseña, o se omite enseñar, cómo se resuelven los conflictos, qué peso tiene la palabra, qué significa pedir perdón y cómo se reconoce la dignidad de las otras personas. Cuando un hogar no dialoga, no escucha o sustituye la atención con pantallas, deja vacíos que la violencia ocupa sin permiso.
En la escuela, esos vacíos se transforman en heridas. Pero también ahí puede empezar la sanación. Una comunidad escolar viva, con docentes formados en educación emocional, puede detectar a tiempo cambios de conducta o una tristeza sostenida. No se trata de culpas, sino de vínculos.
En la Ciudad de México, programas como “Vida Plena, Corazón Contento” y “Auxilio Escolar”, impulsados por la Jefa de Gobierno, Clara Brugada, apuntan justamente a eso: integrar la salud mental en la vida cotidiana de los planteles, fortalecer redes de apoyo entre estudiantes, docentes y familias, y garantizar entornos más seguros mediante la presencia de servidores públicos a la entrada y salida de los planteles en el horario escolar, así como la videovigilancia del C5, con los botones de auxilio colocados en los postes de las cámaras o a través de la línea de emergencias 9-1-1. No se trata solo de responder a la emergencia, sino de prevenirla.
El bullying no es una travesura, es una forma de exclusión que puede dejar huellas permanentes. Según la Organización Mundial de la Salud, las víctimas de acoso escolar tienen el doble de probabilidades de sufrir depresión o ansiedad en la vida adulta, y el triple de riesgo de abandonar la escuela. Prevenir no es un lujo: es un acto de justicia hacia las infancias.
Los datos del Consejo Ciudadano para la Seguridad y Justicia revelan los espacios, donde es necesario construir comunidades seguras. El 45 por ciento de los casos de violencia escolar ocurren en secundaria, seguido de la primaria con 27, nivel medio superior con 17, preescolar con el 6 y nivel superior con 4 por ciento.
La parroquia, la familia y escuela pueden formar una tríada protectora que abrace a niñas y niños antes de que el resentimiento o la frustración los empuje a lastimar o cuando son lastimados.
El caso de Nicole no debe quedar solo como acontecimiento mediático ni como efímera indignación en redes sociales. Es una oportunidad —dolorosa, pero real— de volver a mirar cómo educamos, corregimos y acompañamos. Cada familia que escucha sin juzgar, docente capacitado para intervenir a tiempo, compañera o compañero que decide defender en lugar de grabar con el celular, es una victoria silenciosa contra la violencia.
En la familia y en la comunidad, hay una gran oportunidad de construir espacios escolares, abiertos y sensibles, donde el respeto no se enseñe en carteles, sino en gestos.

