Jaime Septién
Hace pocos días leí una entrevista con el famoso sacerdote francés Jacques Philippe en la que resumía sus libros y su prédica: “Hacemos de la vida espiritual algo complicado cuando en realidad no lo es”.
Cualquiera que haya leído La paz interior o Tiempo para Dios, se habrá percatado que lo dicho por su autor en la entrevista es verdad. En La paz interior afirma –y con sobrada razón—: “todas las razones que
tenemos para perder la paz son malas razones”. Y en Tiempo para Dios, que es una guía para la vida de oración, lejos de proponer intrincadas meditaciones, éxtasis o arrebatos místicos, solamente pide atención, fidelidad y perseverancia. Un apunte retrata esta guía: “Estando atentos a Dios, aprendemos a estar atentos a los demás.”
Son “pinceladas”, como diría el recordado padre don Justo López Melús, que dibujan el sentido infantil que debe prevalecer en la ruta hacia la eternidad. Obviamente no me refiero a lo infantil como símbolo de inmadurez; al contrario: “la infancia espiritual” de Santa Teresita de Lisieux, ese dejarse abandonar en la confianza de un Dios amoroso que nos redime desde el hondón del alma.
En su “testamento espiritual”, el teólogo Hans Urs von Balthasar pone punto final a su gigantesca obra con un título que habla por sí mismo: Si no se hacen como este niño… El lugar de encuentro de la paz y de la oración está en habitar la inocencia. Todas las justificaciones que se nos vengan encima para “hacernos los adultos” son malas justificaciones.
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