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Columna invitada

Un hospital eclesiástico: El “mejor del Reino de la Nueva España”

La Dra. Berenise Bravo nos cuenta la historia del Hospital de San Andrés, considerado el mejor de la Nueva España.

24 junio, 2020
Un hospital eclesiástico: El “mejor del Reino de la Nueva España”
Dra. Berenise Bravo Rubio

Después de una larga travesía que comenzaba en el Puerto de Cádiz, pasaba por el de Veracruz y terminaba en la Ciudad de México, decenas de cajas con los productos más “raros y exquisitos”, provenientes de varios puntos de Europa, llegaban al almacén de la botica del Hospital de San Andrés para elaborar diversas medicinas.

La botica, establecida en dicho hospital por real cédula de 18 de marzo de 1786, tenía como funciones administrar las medicinas para los enfermos de dicho establecimiento y elaborar aquellas que se vendían al público en general.

Desde su fundación, los boticarios, aprendices y tipsaneros de dicha botica cumplieron diligentemente estos dos objetivos y más tarde, dada la fama adquirida por la elaboración de sus medicinas, surtieron, por disposición del virrey, las memorias de los navíos del rey Carlos, de Magallanes y Montañez, del Hospital Real  de Acapulco,  de  los hospitales de Santo Domingo, San Juan de Dios y San Francisco de Manila, la de los hospitales militares de Arizpe,  Chihuahua, y Texas, así como la de los  hospitales de  las Nuevas Californias y de los presidios de  Monterrey, del Carmen y de San Antonio Béjar.

La entrada por la venta de medicinas constituyó un importante ingreso de recursos para el Hospital de San Andrés, pero ésta no fue la única: había otras once más, por ejemplo, la partida que provenía de un noveno del diezmo anual que se recolectaba en el Arzobispado de México, las entradas del famoso juego de pelota, el dinero obtenido por el arrendamiento de varias casas, etc.

Y es que, debido al tamaño y número de pacientes que atendía este hospital, las autoridades eclesiásticas que lo habían fundado debían asegurar suficientes ingresos para su manutención. En efecto, San Andrés fue fundado en 1779 por el arzobispo de México Alonso Nuñez de Haro y Peralta quien, ante imposibilidad del gobierno virreinal por mantener el Hospital General y Militar para enfrentar la epidemia de viruelas, solicitó al virrey hacerse cargo de él para combatirla.

El arzobispo ofreció, para sostenerlo, los capitales sobrantes del Hospital del Amor de Dios y bienes personales. La propuesta fue aceptada por el virrey y renovada de forma definitiva por real cédula del 28 de agosto de 1783. Así, y a partir de ese año, San Andrés formó parte de la administración y gobierno episcopal. El hospital conservó el nombre de San Andrés Apóstol por haberse fundado en el ex-colegio jesuita del mismo nombre.[1]

En 1804 el hospital estaba conformado por 22 salas ubicadas en cinco patios con sus respectivas campanas, una iglesia, una botica, una sala de juntas, viviendas “bastante adornadas” para los directivos, una proveeduría, varios lavabos, ropería, refectorio, cocina y gallineros.

Como parte integral del hospital, pero físicamente aparte, se encontraba el cementerio, un anfiteatro y un depósito de cadáveres donde los alumnos de medicina de la Real Universidad tomaban clases de cirugía y anatomía.

En San Andrés se atendían casi todas las enfermedades, excepto padecimientos como la lepra y la locura, de allí su designación como general y recibía a pacientes de todas las calidades excepto los “indios puros”, ya que ellos eran atendidos en el Hospital de Naturales.

Es importante mencionar que además el hospital tenías salas especiales para atender enfermos gálicos. Desde su fundación recibió miles de enfermos, tan solo entre 1801 y 1818 llegó a dar servicios a 86,657 pacientes. Por cierto, en 1810 y 1811 recibió a cientos de militares realistas heridos durante las guerras de Independencia.

En este hospital laboraban más 30 empleados entre médicos, cirujanos, enfermeros, cocineros, asistentes, boticarios, etc, además de capellanes y sacristanes. El hospital de San Andrés, como otras instituciones eclesiásticas que dependían del diezmo, vio afectado sus finanzas a partir de la insurrección de 1810 a causa de la desarticulación de la economía de la Nueva España. La dramática caída del diezmo, de los pagos provenientes de la renta de casas y de la suspensión de los réditos por los préstamos hechos al ramo de consolidación, así como el numeroso incremento de pacientes provocaron el inicio de una gran crisis económica.

Para 1822 era ya imposible pagar las deudas contraídas por el abasto de carne, sal, arroz, vino, pan y por los sueldos de los empleados por no existir en arcas “ni un real”. Los médicos y dependientes del hospital, cansados de la situación, se reunieron en junio de dicho año con el firme propósito de abandonarlo, pero el rector dio la orden a la guardia de no dejarlos salir. El destino de empleados, administradores, médicos y enfermos fue bastante incierto hasta que se estableció una restructuración en los salarios y se acordó el pago de diversas deudas.

Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, el hospital nunca pudo recuperar las buenas finanzas de las que gozó alguna vez. San Andrés, considerado en su momento como el “mejor del reino de la Nueva España”,[2] siguió funcionando con muchos problemas económicos durante los primeros años del México independiente hasta que la ley de secularización de hospitales y establecimientos de la beneficia pública, del año de 1861, declaró que su administración y gobierno pasara a cargo del Estado mexicano.

[1] El hospital se localizaba físicamente donde hoy se encuentra el espléndido Museo Nacional de Arte (MUNAL). En los archivos: General de la Nación, del Arzobispado de México y de la Secretaría de Salud existen innumerables documentos para hacer la historia de este hospital.

[2] La declaración era de Antonio Batres, tesorero del ejército y real hacienda, que además manifestó que : “con dificultad [se encontraba] otro en el reino que ministre la asistencia espiritual, curación, medicina y alimento”. AGN, Bienes nacionales, “carta de Antonio Batres a Pedro Fonte”, Vol. 432, exp 2.

*La Dra. Berenise Bravo Rubio es profesora e investigadora de la ENAH e INAH.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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