En la postmodernidad, la actual etapa en que vivimos, pareciera que la humanidad -como si se hubiera inventado o creado a sí misma-, busca reinventarse, a veces sin bases, a veces contra toda ciencia y fe.
El mundo postmoderno no ama la verdad; la omite, la tergiversa, la oculta, se opone a ella, y presenta al relativismo como el poder y la panacea para la libertad. A veces se ha olvidado que la base de nuestra transformación y avance es el crecimiento espiritual.
En este momento es importante recordar y estudiar los siete pasos o etapas agustinianas, que sirven para todos los tiempos. Van desde la vitalidad que compartimos con las plantas hasta el encuentro definitivo con la verdad. Pasamos de la satisfacción del cuerpo, en la primera etapa, a la unión con un ser distinto a nosotros para vivir el amor en familia, tener hijos y cuidarlos. En la tercera etapa nos asombran nuestras aptitudes intelectuales, a nivel social, cultural, artístico, empresarial y político. Nos maravilla el potencial humano y su dominancia sobre lo creado. En esa etapa no hay distinción entre lo bueno y lo malo; sólo queremos el disfrute de la realidad, probando en ella nuestras capacidades.
En la cuarta etapa, gracias al análisis crítico de tan diversos escenarios, preferimos la bondad por encima de toda habilidad y destreza. Entonces, deseamos para todos los bienes espirituales. Se prefiere al artista más que a su arte. En esta etapa, ya no interesan el estatus, la moda, el tener, el afán de placer y de poder; se lucha contra los halagos y se reconoce impureza en el corazón, sin perder de vista la huella de Dios en cada persona. Quien llega a esta etapa, “se encomienda a Dios, para que la ayude y la perfeccione, en el tan difícil trabajo de su purificación personal”.
En la quinta etapa, sólo alegra la bondad que emana como un río desde nuestro interior. Por eso, en ese momento se alcanza una firmeza indescriptible, y es entonces que se busca a la fuente de la gracia: “el alma no puede desviarse ni errar en la búsqueda de la verdad”.
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La verdad se obsequia como el mejor presente para la humanidad. Y es aquí cuando más solos nos encontramos, al mismo tiempo que mejor acompañados: seguros y asegurados en el amor eterno que nos consuela y anima.
Ya, en el séptimo grado, “es tanta la pureza, la sinceridad, y tan inmutable su fe, que jamás creerá haber sabido algo en otro tiempo, cuando le parecía tener ciencia. Y para que no sea prohibido al alma toda unirse por completo a toda la verdad, llega a desear, como supremo beneficio, la muerte que antes temía”.
Este camino ascético amerita humildad, búsqueda y encuentro, interioridad y trascendencia, purificación constante, sencillez, oración y confianza; confianza en la huella de Dios que no se aparta del alma humana. Oremos para que nadie se salte la segunda etapa, ni se atore en la tercera; sólo así podremos salir de la hiriente etapa postmoderna.
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