Cuando lo vi, su aspecto físico me estremeció. Su cabeza estaba totalmente rapada y no había parte alguna de su cuerpo que no tuviera un tatuaje, desde la punta de la cabeza hasta la punta del pie, con piercings en oídos, boca, lengua, narices y cejas. Por la mirada de ese hombre, musculoso y de voz grave, intuí detrás de él una vida muy complicada y un profundo sufrimiento. En años pasados había trabajado para un narcotraficante muy poderoso, hoy ya muerto. Quería que alguien lo escuchara.
Su infancia había sido muy difícil. Nacido en una familia disfuncional en la que hubo mucha violencia, sus padres raramente cuidaron de él por estar trabajando en la maquiladora. Así desde niño conoció la calle hasta sus rincones más oscuros. Llegó a dormir en tambos de basura y una noche casi se lo llevó el camión de limpia de la ciudad, en plena avenida Juárez, muy cerca del puente internacional entre México y Estados Unidos. Era el candidato perfecto para ser reclutado por la mafia. Ya metido en el bajo mundo, inició su colección de secuestros y asesinatos. Algunas veces sus enemigos a él lo secuestraron, lo envolvieron en plástico y le pusieron cinta adhesiva para balearlo y así evitar llenar de sangre toda la habitación. En todas esas ocasiones, inexplicablemente, se había salvado de la muerte. Su vida sentimental también era anárquica, pues había conocido a múltiples parejas con las que procreó diversos hijos.
Dos cosas me conmovieron después de escucharlo. Lo primero era su falta de sensibilidad por los asesinatos cometidos. En todos sus años de trabajar para el hampa nunca sintió remordimiento alguno por jalar el gatillo. Había crecido sin brújula moral y los golpes de la vida le habían endurecido el corazón. Solamente en las últimas semanas comenzaba a despertarse en su alma eso que se llama “conciencia”. Lo otro que me conmovió fueron un par de preguntas que me lanzó: “Padre, ¿cree usted que yo pueda llegar a ser una persona buena?, ¿cree que Dios me pueda perdonar y aceptar?” No pude evitar darle un fuerte abrazo con lágrimas en mis ojos. Era el divino pastor que había recorrido montes y collados para buscar a su oveja perdida, y ahora estaba hablándole al corazón.
En el alma de ese hombre había Adviento. Si el Señor, en varias ocasiones, lo había librado de la muerte, era por una misteriosa razón. Cristo se le estaba revelando como su Salvador: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados”. Traicionado por sus padres, por las mujeres que había tenido y por gente de la mafia, aquel hombre lleno de tatuajes había puesto en su alma muchas rejas de desconfianza. Sin embargo Jesús ahora se detenía frente a esas rejas y sus miradas empezaban a cruzarse. El hombre se encontraba con Alguien que no venía a juzgarlo, ni a humillarlo ni a traicionarlo, sino que lo invitaba a abrir los candados para ofrecerle su salvación.
La mirada de ese Niño, desde el pesebre de Belén, se cruzaba con la de ese hombre fornido y tapizado de tatuajes. Su voz le decía: “quiero verte, quiero oírte, me interesas”. Quizá se ruborizaría de que Jesús le hablara así. Al escuchar la voz de Dios que le susurraba “Quiero verte a ti, quiero oírte”, en ese momento él recordaría sus verrugas, sus tatuajes y los piercings que llevaba, sobre todo la historia de pecado que cargaba su alma.
¡Qué Navidad la de ese hombre! No nos quepa duda alguna: le gustamos a Dios. Él nos echa de menos cuando estamos lejos de la Iglesia; echa de menos nuestra voz cuando no hacemos oración. Solamente cuando nosotros echamos de menos a Dios y cuando él nos gusta, podemos celebrar la Navidad. Porque solamente hay fiesta en aquel que necesita ser salvado.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del padre Hayen.
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