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COLUMNA

Columna invitada

Monológo de Rubén

Cuando se tienen doce hijos es difícil querer a todos por igual

27 febrero, 2023
Monológo de Rubén
Pbro. Juan Jesús Priego

Éramos doce hermanos, pero mi padre prefería a José. No sé, tal vez porque era el más pequeño y, al menos en apariencia, también el más ingenuo. Pero, ¿puede hablarse en su caso de ingenuidad? ¡Era astuto como las serpientes y vanidoso como los pavorreales! Es preciso desconfiar de las almas demasiado simples. ¡Quién sabe si detrás de la simpleza no se oculte el orgullo más grosero! Por lo que hace a José, era vanidoso, más vanidoso que un príncipe real. No puedo negar que sabía abrirse camino, pero lo hacía fingiendo una candidez que en el fondo no tenía. Nuestros vecinos lo adoraban; nadie, fuera de nosotros, podía verlo sin enternecerse. ¡El simpático José! ¡El inteligente soñador!

Una vez que estábamos todos en el campo –hablo de los once hermanos-, nos llamó agitando las manos, pidió que nos acercáramos a él y nos dijo con el tono de quien revela un secreto:

“-Escuchen el sueño que he soñado. Estábamos atando gavillas, y mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que las gavillas de ustedes la rodeaban y se postraban ante ella”.

¿Qué estaba diciendo José? ¿Qué fue lo que en realidad quiso decirnos contándonos ese sueño que a nadie interesaba conocer? Le preguntó entonces uno de nosotros, no recuerdo quién:

“-¿Quieres decir que vas a ser nuestro rey? ¿Acaso vas a sujetarnos a tu dominio?”.

Estábamos todos muy ofendidos. ¿Cómo se había atrevido José a hablarnos de ese modo? Y, sobre todo, ¿pensaba que íbamos a creerle? ¡Que me ahorquen si en realidad había tenido semejante sueño! Pero, aunque lo hubiera soñado, ¿por qué tenía que decírnoslo? ¡Ah, yo no sabía qué pensar de él! ¿Se burlaba de nosotros o era más bien un ingenuo redomado?

Mis hermanos le tenían una antipatía muy parecida al odio y, en ocasiones, hasta le negaban el saludo. Yo era el único que de cuando en cuando me le acercaba para hacerle un comentario inofensivo sobre cualquier cosa o para hablarle del clima, con el único fin de no romper del todo mi relación con él. Entonces José, poniendo cara de felicidad, exclamaba: “¡Oh, sí, hoy es un hermoso día!”. ¿No se daba cuenta de que su perenne entusiasmo nos parecía ofensivo? Pero no, no se daba cuenta de nada, y tenía la desfachatez de mostrarse siempre descaradamente feliz. En otra ocasión, estando mi padre presente, nos habló así:

“-He tenido otro sueño. Soñé que el sol y la luna y once estrellas se postraban ante mí”.

¡Estúpido! ¿Quién era el sol? Mi padre, seguramente. ¿Y la luna? Nuestra madre. Y las once estrellas, ¿no éramos acaso sus hermanos? Y después de haber dicho tal sandez esbozó una sonrisa, cual si hubiese contado la cosa más simpática del mundo.

Jacob, nuestro padre, no aplaudió en esa ocasión las palabras de su predilecto, pero se quedó pensativo durante mucho tiempo. Seguramente se decía a sí mismo: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, o algo por el estilo, aunque sería difícil asegurarlo. ¿Se reprochaba el haberlo preferido entre todos los demás? En todo caso, aunque no lo reconociera, él tenía la culpa de la petulancia de José. ¿No le había regalado, hacía tiempo, una túnica con mangas? A ninguno de nosotros nos trataba como a él. No ocultó su predilección, y esa fue la causa de su perdición o, si se prefiere, de su más hondo dolor…

Una vez que nos encontrábamos lejos de casa, mis hermanos lo vieron venir caminando como si danzara y se dijeron unos a otros:

“-Ahí viene el soñador. Vamos a matarlo y a echarlo en un aljibe; luego diremos a nuestro padre que una fiera lo ha devorado. ¡Y ya veremos en qué paran sus sueños!”.

Yo los escuchaba temblando de miedo. Es cierto que José me era muy poco simpático, pero de ahí a matarlo… La idea me aterrorizó, y para no contrariar a mis hermanos me limité a decir:

“-No lo matemos. Después de todo, es de nuestra sangre. Dejémoslo simplemente en el aljibe”.

Esto lo dije porque mis hermanos estaban dispuestos a todo y porque repentinamente sentí lástima de él. Viendo las cosas con mayor objetividad, José no tenía la culpa de que mi padre lo amara como lo hacía.

Al final no fue echado al aljibe, sino vendido como esclavo a unos comerciantes extranjeros que, en caravana, pasaban en ese momento por ahí. Decían ir a Egipto, cosa que a mis hermanos les pareció excelente, pues entre más lejos estuviese de ellos José, mejor que mejor. Aquel día, nuestro hermano menor no regresó con nosotros a la casa. Y, mientras nos acercábamos a ella, yo pensaba en mi padre, que no soportaría un dolor tan grande. En efecto, mi padre, lo lloró durante mucho tiempo y decía: “Este dolor me llevará a la tumba”.

Y yo también lloraba. Lloraba por José, pero aún más por mi padre, que era ya un hombre maduro que de pronto había adquirido los rasgos de un anciano. ¡No es que nosotros fuéramos inocentes! Pero mi padre, ¿no había sido culpable él también por permitir que la balanza del afecto se inclinara tan manifiestamente hacia José? Se había puesto a jugar con las pasiones de sus hijos y había perdido la batalla.

Yo lo sé: cuando se tienen doce hijos es difícil querer a todos por igual. Pero un padre no tiene derecho a inclinarse preferentemente por ninguno. ¡Si no fuera capaz de esto, al menos debería saber fingir! Pues allí donde un padre o una madre se desviven por uno solo, en detrimento de los otros, allí habrá odio, traiciones, zancadillas y lágrimas. Sobre todo, muchas lágrimas.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.