El rostro cambiado
Uno está acongojado, triste y casi al punto del suicidio. Pero vamos al templo, nos arrodillamos, hablamos con Dios exponiéndole nuestra causa y cuando nos levantamos para volver a casa ya no somos los mismos.
Me preguntas, amigo mío, acerca de la oración; dices que no sabes cómo hacerla, ni qué es lo que hay que decirle a Dios; que ya has leído muchos libros acerca de este asunto y que te has quedado en las mismas. No te voy a recomendar un libro más, pero te voy a contar una historia.
Hace muchos, muchos años, vivió en Israel un hombre llamado Elcaná, que tenía dos mujeres. No me preguntes por qué tenía dos en un lugar de una o de tres: eso es algo que no viene a cuento, al menos por ahora. El caso es que, como suele suceder cuando hay dos mujeres de por medio, éstas no se llevaban entre ellas nada bien. No era infrecuente que riñeran entre sí ni que, cuando la ocasión lo ameritaba, se tiraran los platos a la cabeza. Una se llamaba Ana, y era estéril, y la otra se llamaba Feniná.
Feniná se burlaba de Ana porque no podía tener hijos, en tanto que ella le había dado ya varios a Elcaná. Y, claro, Ana se sentía humillada y como en desventaja, por decirlo así.
Un día, Ana se puso a llorar y ya no quiso comer. Tal vez, en el fondo, quería dejarse morir, porque Feniná la había insultado de la manera más cruel. Elcaná notó al instante que las cosas no estaban en su casa lo que se dice muy bien y, acercándose a Ana, le preguntó:
“-Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te afliges? ¿Es que no valgo yo para ti más que diez hijos?” (1 Samuel 1, 8).
En el fondo, como puedes ver, algo sabía Elcaná acerca de los pesares íntimos de su mujer. Sin embargo, Ana no dijo nada y optó por quedarse callada. ¿Para qué hablar?, pensaría. ¿Qué ganaba con quejarse de su rival, si de todas maneras no podía tener hijos? ¡Dios mío, qué martirio! No veía Ana qué podía hacer para acabar de una vez por todas con aquel tormento: ¿quitarse la vida?, ¿clavarse una daga?, ¿colgarse de la viga más alta del techo? La cabeza le daba vueltas porque no hallaba una salida. Entonces, sin saber qué otra cosa hacer, echó a correr hacia el santuario del Señor en Siló, y allí se puso a llorar, y a rezar, y a gemir. He aquí cómo sucedieron las cosas:
“Entonces, después de la comida en Siló, mientras el sacerdote Elí estaba sentado en su silla, junto a la puerta del templo del Señor, Ana se levantó, y con el alma llena de amargura se puso a rezar al Señor llorando con todas sus fuerzas. Y añadió esta promesa:
“-Señor de los ejércitos, si te fijas en la humillación de tu sierva y te acuerdas de mí; si no te olvidas de tu sierva y le das a tu sierva un hijo varón, se lo entrego al Señor de por vida y no pasará la navaja por su cabeza.
“Mientras ella rezaba y rezaba al Señor, Elí observaba sus labios. Y como Ana hablaba para sí y no se oía su voz aunque movía los labios, Elí creyó que estaba borracha y le dijo:
“-¿Hasta cuándo te va a durar la borrachera? Vete de aquí hasta que se te pase el efecto del vino” (1 Samuel 1, 9-14).
¡Pobre Ana! Pero es que por aquel entonces no era usual que la gente rezara en silencio. Los judíos oraban de pie y con las manos levantadas, o bien postrados en el suelo, pero nunca con la boca cerrada. Por eso el sacerdote creyó que estaba ebria. Y casi la saca a empellones de la casa del Señor cuando Ana, defendiendo su derecho a rezar como le diera la gana, le respondió así:
“-¡De ninguna manera estoy borracha, señor mío! Yo soy una mujer que sufre. No he bebido vino ni licor; sólo estaba desahogándome ante el Señor. No creas que esta sierva tuya es una descarada; si he estado hablando de este modo hasta ahora, ha sido por pura congoja y aflicción” (1 Samuel 1, 15-16).
¿Le creyó el sacerdote o no le creyó? Esto es algo que nunca sabremos. Sea como fuere, casi la obligó a marcharse, diciéndole:
“-Vete en paz. Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido” (1 Samuel 1, 17).
Ana se puso de pie y abandonó el santuario.
Pero algo pasó entonces, y es que mientras caminaba por las calles de Siló, Ana se sentía mucho más ligera. Más que caminar, parecía que flotaba. He aquí las palabras exactas con que la Escritura nos dice lo que sucedió:
“Luego, Ana se fue por su camino, comió y ya no parecía la de antes” (1 Samuel 1, 18).
Otra traducción –la de Serafín de Ausejo- dice: “Se fue después la mujer y tomó alimento, y desde entonces ya no se vio melancólico su semblante”. ¡El rostro le había cambiado por completo!
Antes de ir al santuario, Ana no tenía hambre; ahora comía con apetito, o por lo menos ya quiso comer. Antes arrastraba los pies; ahora caminaba con firmeza y elegancia. ¿Qué sucedió durante todo el tiempo que permaneció en la casa del Señor? Que se había desahogado. “Sólo estaba desahogándome ante el Señor”, dijo al sacerdote Elí cuando éste se puso a reñirla con su palabra injusta. Había puesto sus penas en las manos del Señor y, de un momento a otro, ya no era la misma pobre mujer que daba lástima verla.
Sí, amigo mío, la oración produce estos efectos. Uno está acongojado, triste y casi al punto del suicidio. Pero vamos al templo, nos arrodillamos, hablamos con Dios exponiéndole nuestra causa y cuando nos levantamos para volver a casa ya no somos los mismos. ¿Nunca has hecho esta experiencia? Si no es así, te invito a hacerla lo más pronto posible.
Muchas cosas podría decirte en torno a los beneficios de la oración. Creo que, por el momento, con esta sola basta. ¡Hasta la vista, amigo mío!
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