“¡Ay de mí!”
Pidamos a Dios que detenga la guerra, pero también nuestras acciones de paz pueden ayudar a detener el camino hacia el abismo.
Vladimir Putin ha puesto en la mesa la amenaza atómica si no se cumplen sus caprichos. Y con esta amenaza, no solo corre peligro la estabilidad sino la mera existencia de la Tierra. La vieja historia del matón del barrio.
Mientras el ejército ruso tritura metódica y salvajemente Ucrania, aprovechándose de la cautela (justificada a medias) de Occidente, el nuevo Zar (que quiere serlo de todas las Rusias) mantiene su dedo en el botón rojo, especulando con hacernos volar en pedazos antes de aceptar que la guerra la perdió desde el momento en que sus misiles mataron al primer niño en Kiev, Bucha o Mariupol.
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La amenaza nuclear pende sobre el hombre –como la Espada de Damocles—desde aquel agosto de 1945, cuando desaparecieron del mapa Hiroshima y Nagasaki. Al enterarse de la masacre, Albert Einstein, a quien muchos califican como “el padre de la bomba atómica”, lanzó un grito en yidis –el idioma de su infancia—que se ha convertido en el lamento de toda la humanidad: “Vey iz mir”, “Ay de mí”.
La guerra es un juego de suma cero. Nadie gana en ella. En cambio, la paz es el triunfo de todos. Principalmente de los niños. No puedo dejar de pensar en ellos cuando contemplo a los poderosos sacando conejos de la chistera, vendiendo espejos y espejismos. ¡Nunca más, señores Vladimir Putin, Joseph Biden, Xi Jing Pin!
Pedimos a Dios que detenga la guerra. Pero, ojo, también nuestra oración sincera y las acciones de paz que podamos construir en nuestro metro cuadrado de influencia, pueden ayudar a detener el camino hacia el abismo.
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