Apología de la familia
¿Qué sería de nosotros si naciéramos ancianos, y avanzásemos hacia la infancia a medida que los años pasasen, como ahora avanzamos hacia la senectud?
Quizá haya leído usted alguna vez un relato de Wenceslao Fernández Flores (1885-1964), el escritor español, titulado El ladrón de glándulas. Si es así, seguramente se acordará de un curioso, excéntrico y millonario personaje llamado Norberto Artale.
Este antipático señor (sí, además de curioso, excéntrico y millonario, era antipático a más no poder), como lo recordará usted, tenía un miedo horrendo a hacerse viejo, y que este miedo le llevó en varias ocasiones a exponer en voz alta su teoría de cómo deberían ser las cosas respecto a la vida humana.
Según él, uno debería nacer viejo y, con el pasar del tiempo, ir haciéndose niño; de esta manera, con cada día que pasara, uno iría alejándose de la ingrata vejez en vez de acercarse a ella, como en realidad sucede. ¡Ah, si él pudiera le enmendaría la plana a Dios! Pero dejémosle hablar y escuchemos con atención sus argumentos:
“-La estupidez de la naturaleza –solía decir- tiene la culpa de todo. Indigna pensar que no ha tenido la más leve preocupación por nosotros. Las civilizaciones no son más que una lucha tenaz y desesperada contra su torpeza e imprevisión. Tenemos que mover las ingentes montañas de sus errores para poder vivir medianamente en este planeta, donde nada está hecho a la medida de nuestras conveniencias. Que la existencia del hombre comience por la infancia es el desatino más grave que se ha consumado en el Universo.
“-Es usted delicioso, Artale –le dijo alguien que no nos importa por ahora saber quién sea. Y luego le preguntó-: ¿Qué debería suceder, entonces?
“-Comenzar por la vejez. ¿No bastan estas cuatro palabras para que vea usted el trastrueque magnífico de todas las actuales miserias? Con arreglo al equivocado sistema que nos tiraniza, precisamos toda la juventud para prepararnos y los años maduros para conseguir una posición. Cuando logramos abundante pan se nos han caído los dientes. Usted tendrá ahora un sueldo escaso, pero al cumplir los sesenta años le pagarán bien. ¿Para qué, entonces?… Al cortar la muerte nuestra ancianidad, nuestro cerebro se da cuenta del horror de aquel tránsito, y lo esperamos temblorosos de miedo, aquejados por males físicos, amargados por no haber podido hacer de nuestra vida lo que hubiésemos deseado, porque pocos son los satisfechos. ‘¿Ya es hora?’, nos decimos. ‘¡Si parece que fue ayer cuando mi piel estaba tersa y mi corazón vigoroso! ¡Qué breve y qué falaz fue nuestra aparición! ¡Qué desencanto!’. Por el contrario, imagine usted que naciéramos ancianos, rugosos, fatigados, con la razón despierta, y que avanzásemos hacia la infancia a medida que los años pasasen, como ahora avanzamos hacia la senectud. Se trabajaría mejor y el sueldo del principiante bastaría para sus pocas necesidades, porque un viejo apenas las tiene. Una alegría inmensa encendería sus luces a todas las almas, ya que cada nuevo día los llevaría hacia la juventud, como ahora nos lleva hacia la fría y fea vejez”…
El millonario hizo una larga pausa como para aclararse las ideas, se secó el sudor y prosiguió así su interminable perorata:
“-No habría muerte. Esto es lo extraordinario del procedimiento. Desaparecería ese trance sucio, estremecedor, maloliente, torpe y doloroso, que es uno de los más grandes y graves fracasos de la naturaleza. Caminaríamos dulcemente hacia la niñez, nos iríamos abismando en su inconsciencia, en sus nubes de algodón, en su silencio mental. Todas las preocupaciones, todas las penas que se hubieran posado en nuestra alma, alzarían su vuelo, irían borrándose, alejándose, hasta no ser… Siga usted la metamorfosis de hoy, pero a la inversa. El feto, que va disminuyendo, disminuyendo…, hasta que un día no queden ya más que dos células fundidas: la masculina y la femenina. Momentos después, el espermatozoide sale del óvulo –al revés de lo que ahora hace-, se aleja coleando y… todo ha acabado. ¡Sería magnífico!
“-Nunca he oído un imposible tan manifiesto –gritó a este punto su interlocutor, que, ahora sí lo diremos, era el futbolista Jaime Escobar.
“-¿Imposible? No sé por qué. Todo consiste en que no se le ocurrió a la naturaleza, sino a mí”.
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Pero, ¿de veras se le ocurrió a él? ¿No sería, más bien, que acababa de leer El curioso caso de Benjamin Button, novela que F. Scott Fitzgerald (1896-1940) había publicado ya en 1921 y en la que aparece un hombre que nace con el cuerpo de una persona de 80 años y que luego, con el andar del tiempo, va rejuveneciendo? No obstante, concedámosle por un momento el privilegio de la originalidad. El señor Artale, en efecto, parece sabio, y yo mismo, durante unos instantes, quedé admirado de sus sutilezas. De veras, ¿por qué la naturaleza no obró exactamente así? Antes de irme a la cama, estuve dándole vueltas a la cuestión hasta que me quedé dormido. Y al día siguiente por la mañana me lo seguía preguntado. Claro, claro, ¿por qué no ir de más a menos, en vez de ir de menos a más?
Hoy entreveo la respuesta. Porque, si naciéramos viejos, ¿cómo naceríamos? Tendríamos por fuerza o que caer del cielo o que brotar del suelo como las plantas. Entonces no tendríamos padre ni madre. Tal vez tampoco tendríamos hermanos, y entonces seríamos los seres más solitarios de la tierra. ¿Quién nos amaría con ese amor gratuito e incondicional con que los nuestros nos aman? Sí, sí, la naturaleza pudo haber obrado según los deseos del señor Artale. Pero como a la naturaleza la gobierna Dios, resulta que Él no ha querido que las cosas sucediesen así por las razones que ya he expuesto y por otras muchas razones que ni siquiera se me ocurren.
No lo sé: tal vez la vejez y la muerte sean el precio que tenemos que pagar por ser hijos de alguien. ¿Y si ser hijos fuera la cosa más formidable que nos pudo pasar en la vida? Sí, sí. Después de todo, ¿por qué no?
*El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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