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COLUMNA

Cielo y tierra

¿Por qué rezar por quien me cae mal?

Nos quejamos de los parientes o compañeros que nos molestan y parecen dedicados a fastidiarnos la existencia, pero ¿oramos por ellos?

10 julio, 2019
¿Por qué rezar por quien me cae mal?
La oración es una herramienta muy poderosa. Foto: Cathopic.
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Autor

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años. 

‘¿Rezar por quien me cae mal? ¡De ninguna manera!’

‘¡Ja! ¡Ya parece!’

‘¡Claro que no voy a pedir por ese infeliz!

‘¡Sí, por supuesto que pido: ¡¡que le caiga un rayo!!’

Ésas y parecidas respuestas dieron diversas personas a las que se les preguntó si rezaban por las personas que detestaban, sobre todo por quienes les habían hecho mal.

Las airadas respuestas dejan ver que hay un malentendido. La gente cree que orar por alguien es pedir que le vaya bien en lo malo que hace, que por ejemplo, orar por el delincuente que las asaltó, es pedir a Dios que lo ayude a que le resulten bien sus atracos, o que si rezan por la chismosa de la familia, piden que se salga con la suya en sus intrigas. ¡No es así!

Para entender el sentido que tiene orar por alguien, primero hay que tomar en cuenta algo muy importante: si creemos en Cristo y nos consideramos Sus seguidores, estamos llamados cumplir el único mandamiento que nos dio: amarnos unos a otros, como Él nos ama (ver Jn 15, 12).

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Cabe entonces preguntarnos: ¿qué es el amor?, ¿en qué consiste? Amar no es tener bonitos sentimientos hacia quienes nos caen bien, pues sería imposible obedecer a Jesús que nos pide: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odien, bendigan a los que los maldigan, rueguen por quienes los difamen.” (Lc 6, 27-28). Amar consiste en desear y, en la medida de lo posible, procurar el bien de quien se ama. Y desearle el bien no significa desear que le vaya bien en lo malo que hace, no, sino desear que abra su alma al mayor bien que existe que es el amor de Dios.

Decía san Agustín que Dios nos creó para Él y nuestra alma está inquieta hasta que no descansa en Él. Quienes hacen, o nos hacen mal, no tienen a Dios en su corazón, sólo un hueco infinito que se pasan intentando llenar con poder, con dinero, con fama, con el adrenalinazo momentáneo que les da la violencia, la velocidad, el alcohol, la droga, la pornografía o cualquier otra adicción, pero no lo consiguen. Y por ello, aunque aparenten ser felices, no lo son.

En Misa, durante la oración universal el padre pidió ‘por los que más sufren’, y yo pensaba en los enfermos, pobres, ancianos abandonados, cuando el padre aclaró que se refería a los que cometen crímenes, injusticias, a los que abusan de otros. Tenía razón, ésos que van a contrapelo de la vocación de amar que Dios nos ha dado, necesariamente sufren porque hacen lo contrario de aquello para lo que han sido creados y que los haría realmente felices.

Así, aunque aparentemente se regocijen cuando les resulta bien el mal que hicieron, en lo hondo de su alma sólo hay desazón y tiniebla. Y el problema es que no sólo su corazón está a oscuras, sino que desparraman oscuridad alrededor. Por eso es necesario, más aún, urgente, orar por ellos, porque sólo puede penetrar e iluminar su negrura interior la luz de Aquel que dijo: “Yo soy la Luz del mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12)

Orar por los que nos hacen mal, no equivale a pedir a Dios que los ayude en el mal que hacen, sino que los transforme interiormente como sólo Él puede.

Nos quejamos de los parientes o compañeros que nos molestan y parecen dedicados a fastidiarnos la existencia, pero ¿oramos por ellos?

Nos lamentamos amargamente de autoridades que dicen una cosa y hacen otra, que en lugar de procurar justicia acusan a inocentes, roban, extorsionan, perpetúan la corrupción y la violencia, pero ¿oramos por ellas?

Tenemos 3 razones muy poderosas para rezar por quienes detestamos:

  1. Cumplimos el mandamiento que nos dejó Jesús de amar como Él ama, es decir, con un amor que no se basa en los méritos ni pone condiciones.
  2. Sanamos nuestro corazón, porque no debemos detestar a nadie, y cuando oramos por alguien aprendemos a verlo como hijo de nuestro mismo Padre, y no olvidamos que en el Padre Nuestro nos atrevemos a pedirle que nos perdone como nosotros perdonamos.
  3. Ponemos a esas personas en manos de Dios, el único que puede intervenir para cambiar su corazón.

Autor

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.