El debate ha cobrado fuerza y la controversia está a la orden del día. La causa: la descalificación de la atleta española Elena Congost en los Juegos Paralímpicos tras haber ganado la medalla de bronce en maratón.
Congost fue descalificada por soltar la cuerda que la unía a su guía, Mia Carol, durante unos segundos para evitar que cayera debido a unos calambres. La medalla fue adjudicada a la atleta japonesa Misato Michishita, a quien Congost había aventajado por más de tres minutos.
“No me han descalificado por hacer trampa, me han descalificado por ser persona y por un instinto que te sale cuando alguien se está cayendo: ayudarlo”. Así lo ha dicho a los medios, visiblemente conmovida y entre lágrimas, al asegurar: “¡Me parece tan injusto!”.
Sin embargo, la atleta ha dejado claro también que la buena acción que le costó la medalla paralímpica volvería a repetirla, a pesar de la dura consecuencia. En una entrevista audiovisual de la agencia de noticias EFE, Congost sostiene:
“Es que yo creo que aunque no fuera mi guía y fuera una contrincante, también lo haría; porque al final, antes que deportistas de élite, antes que medallas… somos personas y tenemos sentimientos; y por lo tanto, tenemos esos actos reflejos de protección, que ¡ojalá nunca nadie los pierda!”.
El episodio recuerda la metáfora del atleta cristiano que brillantemente delinea san Pablo a los corintios:
“¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible”.
“Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado”. (1 Cor 9, 24-27)
Durante su homilía del Jubileo de los deportistas, el domingo 29 de octubre de 2000, San Juan Pablo II explicó el contexto de un pasaje bíblico relacionado con las competiciones atléticas: “En Corinto, a donde san Pablo había llevado el anuncio del Evangelio, había un estadio muy importante, en el que se disputaban los ‘juegos ístmicos’. Por eso, para estimular a los cristianos de aquella ciudad a comprometerse a fondo en la ‘carrera’ de la vida, alude a las competiciones atléticas”.
“En el estadio ―dice― todos corren, aunque sólo uno gana: corred así también vosotros… Mediante la metáfora de una sana competición deportiva, pone de relieve el valor de la vida, comparándola con una carrera hacia una meta no sólo terrena y pasajera, sino también eterna. Una carrera en la que todos, y no sólo uno, pueden ganar”.
¿Puede el mundo del deporte desligarse de este dinamismo espiritual providencial? No. Más bien, la relevancia que el deporte tiene en la actualidad invita a todos sus participantes a aprovechar la oportunidad para realizar un examen de conciencia, como señala el Papa en el mismo documento.
Abunda que de ello se desprende también la lógica de la vida: “Sin sacrificio no se obtienen resultados importantes, y tampoco auténticas satisfacciones”. Algo en lo que insiste Pablo: “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25).
Años antes lo afirmaba también Pablo VI: “El deportista ofrece a San Pablo un argumento, que del campo físico pasa al espiritual, y que por lo tanto puede refluir desde el campo práctico de la vida vivida: ‘Todos los atletas se imponen una rigorosa abstinencia…’(1Cor9,24-27)”.
Y reitera: “Las cosas fuertes, las cosas grandes, las cosas bellas, las cosas perfectas son difíciles, y exigen una renuncia, un esfuerzo, un compromiso, una paciencia, un sacrifico”. (Pablo VI, Unicità e splendore del Nostro umanesimo, “Insegnamenti” VI (1968), 783-784).
En tal sentido, el providencial mensaje de san Juan Pablo II cobra especial vigor cuando sugiere que “todo cristiano está llamado a convertirse en un buen atleta de Cristo, es decir, en un testigo fiel y valiente de su Evangelio. Pero para lograrlo, es necesario que persevere en la oración, se entrene en la virtud y siga en todo al divino Maestro”.
En efecto, insiste el pontífice, “él es el verdadero atleta de Dios; Cristo es el hombre ‘más fuerte’ (cf. Mc 1, 7), que por nosotros afrontó y venció al “adversario”, Satanás, con la fuerza del Espíritu Santo, inaugurando el reino de Dios. Él nos enseña que para entrar en la gloria es necesario pasar a través de la pasión (cf. Lc 24, 26 y 46), y nos precedió por este camino, para que sigamos sus pasos”.
Y advierte que, incluso el campeón más grande, “ante los interrogantes fundamentales de la existencia, se siente indefenso y necesitado de Su luz para vencer los arduos desafíos que un ser humano está llamado a afrontar”.
En este marco, el santo clama a Jesús: “Señor, ayuda a estos atletas a ser tus amigos y testigos de tu amor. Ayúdales a poner en la ascesis personal el mismo empeño que ponen en el deporte; ayúdales a realizar una armoniosa y coherente unidad de cuerpo y alma”.
“Que sean, para cuantos los admiran, modelos a los que puedan imitar. Ayúdales a ser siempre atletas del espíritu, para alcanzar tu inestimable premio: una corona que no se marchita y que dura para siempre. Amén”.
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