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Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

6 septiembre, 2020
Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
El Arzobispo Carlos Aguiar preside la Misa en la Basílica de Guadalupe. Foto: INBG/Cortesía.
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“A ti, hijo de hombre, te he constituido centinela para la casa de Israel” (Ez 33,7).

¿Qué significa ser centinela? Un centinela es aquella persona que recibe el encargo de vigilar y custodiar, o de velar y proteger a una persona, a una comunidad, o incluso a una ciudad para alertar en tiempo oportuno algún peligro, y pueda el protegido librarse y salvaguardar su vida.

Esta encomienda que Dios da al Profeta Ezequiel, trae consigo una nueva manera de ser profeta. Hasta antes de la destrucción de Jerusalén y del Templo de Salomón los profetas desarrollaban su misión como videntes, que confirmaban una decisión como divina, o que predecían las consecuencias de abandonar los mandatos del Señor.

El profeta Ezequiel, después de largo tiempo de permanecer callado, reinicia por mandato divino su misión profética, ahora como centinela de la casa de Israel, haciendo un llamado a la responsabilidad personal de cada miembro del pueblo, para que escuche la voz de Dios, y él mismo como profeta cumple su responsabilidad al proclamar lo que Dios le comunicó: “Si yo pronuncio sentencia de muerte contra un hombre, porque es malvado, y tú no lo amonestas para que se aparte del mal camino, el malvado morirá por su culpa, pero yo te pediré a ti cuentas de su vida. En cambio, si tú lo amonestas para que deje su mal camino y él no lo deja, morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida”.

La nueva misión del profeta centinela se ubica históricamente cuando el pueblo de Israel ha sido desterrado de Jerusalén y llevado como esclavo a Babilonia, cuando el pueblo siente que su Dios los ha castigado e incluso piensan que los ha abandonado. Dios envía al profeta, con la misión de animar y darle una esperanza en la cautividad, lo envía como centinela para custodiar y velar por su pueblo. Así el Profeta Ezequiel se convirtió en un factor determinante para el regreso del pueblo de Israel a Jerusalén.

En el evangelio hemos escuchado que Jesús encomienda a sus discípulos esta misión profética de centinela, y señala el procedimiento adecuado para ejercer esta importante misión en la comunidad: “Jesús dijo a sus discípulos: Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano”.

Es bueno preguntarnos, si hemos cumplido esta misión en nuestra familia, en nuestro círculo de amigos, en nuestras relaciones laborales y sociales, y especialmente en nuestras comunidades parroquiales y eclesiales. ¿Cuántas veces callamos y nos abstenemos de dar nuestra opinión, nuestro punto de vista, nuestra apreciación porque la consideramos imprudente, o porque nos compromete, o porque consideramos que no nos harán caso? De esa manera dejamos que se hunda nuestro prójimo en sus errores.

En el caso de cumplir nuestra misión profética, que hemos recibido en el bautismo, es muy conveniente actuar de acuerdo al protocolo que señala Jesús: Ve y amonéstalo a solas, si no te hace caso, insiste con la compañía de uno o dos personas más, y si tampoco reacciona acude a la comunidad de discípulos para que Intervengan.

Es oportuno recordar el diálogo de Dios y Caín ante la muerte de su hermano Abel: “El Señor preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano? Él respondió: No lo sé: ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano? Entonces el Señor contestó: ¿Qué es lo que has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra” (Gen. 4, 9-10). En efecto, todos los seres humanos somos hermanos, y debemos cumplir nuestra misión de centinelas, de guardianes de los demás, buscando siempre su bien, su buena respuesta en su propia misión.

En esta línea entenderemos mejor lo que ha hecho por nosotros nuestro hermano mayor, Jesucristo, quien ha dado su vida hasta la muerte misma, para indicarnos el camino de la cruz y el noble sacrificio que significa estar atento a prestar ayuda al necesitado, para conducirnos a la verdad, clarificando nuestras respuestas convenientes ante las distintas circunstancias y contextos que nos plantea la sociedad, y para obtener la vida, y vida en abundancia, que deja la satisfacción interior cuando el prójimo corrige su camino y enmienda su error, lo cual alegra el corazón proporcionando gran alegría.



Con otras palabras, pero en la misma línea, hemos escuchado a San Pablo en la segunda lectura: “Hermanos: no tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley. En efecto, los mandamientos … se resumen en este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, pues quien ama a su prójimo no le causa daño a nadie. Así pues, cumplir perfectamente la ley consiste en amar”.

Qué elocuente y oportuna es esta reflexión e indicación de la Palabra de Dios ante el contexto actual que vivimos: La pandemia y la crisis sanitaria exigen nuestra responsabilidad mirando el bien del prójimo. La crisis económica pide nuestra solidaridad y capacidad de compartir con el necesitado. La crisis ecológica revela la importancia de una consciente vocación como administradores de la Creación y no como dueños. La crisis de inseguridad necesita justicia salvífica, es decir: atención tanto a los factores que la causan como a quienes la provocan, ya que su prolongada permanencia en nuestra sociedad se debe, entre otros factores, a la ambición de poder y de riqueza, a la ignorancia y a la indigencia, a la corrupción y a la falta de reconocimiento de la común dignidad de todo ser humano.

Todas estas crisis claman a gritos, como lo fue la sangre de Abel injustamente derramada, que pongamos en práctica el mandamiento fundamental señalado por Jesucristo: Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a tí mismo. Pidamos a Nuestra Madre, María de Guadalupe, que con su tierna y maternal presencia, mueva el corazón de todos sus hijos para que sigamos fielmente las enseñanzas de Jesucristo, Nuestro Señor, Camino, Verdad y Vida.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

 

Puedes leer: Editorial ‘Desde la fe’. Al rescate de nuestra historia. 

 

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