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Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XVI del Tiempo Ordinario

19 julio, 2020
Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XVI del Tiempo Ordinario
Misa en la Basílica de Guadalupe del 19 de julio de 2020.

“Los trabajadores fueron a decirle al amo: ‘Señor, ¿qué no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?’. El amo les respondió: De seguro lo hizo un enemigo mío” (Mt. 13, 27-28).

Cuando Dios concluye su obra creadora, el relato del Génesis expresa: Vio Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno (Gen.1,31). ¿Acaso es una falla de Dios no haber previsto que su bella obra se vería dañada? ¿Previó Dios que en su campo aparecería la cizaña? ¿En tal caso, por qué lo permitió, si Él es Dios?

En el fondo estos cuestionamientos plantean la pregunta que, a lo largo de los siglos, aparece en las distintas generaciones de la humanidad: ¿Por qué si Dios es todopoderoso permite la presencia del mal? Preguntémonos entonces, ¿qué deseaba Dios al crearnos? La Creación, obra magnífica, casa espléndida para la humanidad, fue diseñada con toda conciencia para funcionar a la perfección. La razón de esta casa fue para entregarla en administración al ser humano, y dispusiera de ella, para en ella habitar y generar la vida humana; a su imagen y semejanza los creó varón y mujer, con el mandato de crecer y multiplicarse.

Al crear al varón y a la mujer tenía que correr el riesgo de no ser correspondido, pero no hay otro camino para lograr el objetivo central de Dios, crear a quien pudiera hablarle de tú a tú, y compartir su ser, compartir su naturaleza divina, que es el amor. En efecto, el objetivo de la vida en el diseño de Dios, es descubrir su amor y experimentar su misericordia, y para ello es indispensable la libertad, la capacidad de decidir y de actuar en consecuencia, la posibilidad real de corresponder en el amor o de rechazarlo.

Todo ser humano es a la vez trigo y cizaña. Así constatamos la presencia del odio y del amor a lo largo de nuestra vida. Dependerá de la capacidad para distinguir el bien del mal, y de la decisión para optar o no por el amor. Por esta razón es un grave error considerar a un sector de la población como los malos y otros como los buenos. Con distintos procesos todos vamos creciendo, a veces como trigo y otras veces como cizaña.

Dios nos quiso libres, asumiendo correr el riesgo de la presencia del mal en la vida humana. No hay otra opción. Jesús en la parábola expresa: ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?’. El amo les respondió: De seguro lo hizo un enemigo mío”. Ese enemigo es la presencia del mal, personalizada en nuestras decisiones egoístas, cuando solo consideramos que lo material nos llevará a la felicidad, y nos entregamos a obtener a toda costa placer, riqueza, poder, sin importar las necesidades de nuestros prójimos y sin descubrir la presencia del espíritu en nuestro interior. Cuando nuestro criterio de acción deja de lado la justicia, y la ambición y codicia nos dominan, crecemos como cizaña.

En la Parábola hemos escuchado la decisión del amo: “Ellos le dijeron: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’. Pero Él les contestó: ‘No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha y, cuando llegue la cosecha, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla; y luego almacenen el trigo en mi granero”. Nuestro consuelo y esperanza es que contamos con la vida entera para dar nuestra respuesta final, y una decisión transitoria de actuar como cizaña no nos lleva a la condena, como lo confirma el libro de la Sabiduría: “Has enseñado a tu pueblo que el justo debe ser humano, y has llenado a tus hijos de una dulce esperanza, ya que al pecador le das tiempo para que se arrepienta” (Sab. 12,19). Por esta enseñanza de Jesucristo, la doctrina de la Iglesia respeta la vida de todo ser humano y está en contra de todo lo que atenta la vida: el aborto, la tortura y la pena de muerte. Pero está de acuerdo en la penalización conforme a la justicia, de los delitos y crímenes.

En esta realidad, la educación es la herramienta indispensable para ir clarificando nuestra conducta, para ejercitarnos en el buen uso de la libertad, tanto en el ámbito personal como en el social. La educación es el desarrollo de nuestra inteligencia para el conocimiento de nuestra persona y de los diversos dinamismos de la sociedad. La mejor forma de iniciar un proceso educativo consiste en experimentar ser amado. Esta es la tarea del matrimonio y de la familia, ser la cuna del amor para los hijos. Quienes hemos tenido esa maravillosa y fundamental experiencia debemos agradecerla de todo corazón a nuestros padres y a Dios, dador de todos los bienes.



Lamentablemente en nuestra actual sociedad se constata el terrible fenómeno de la violencia intrafamiliar. Ahí los niños y adolescentes en vez ser amados, son maltratados y agredidos en su dignidad, y si no reciben ayuda para superar los traumas recibidos, quedarán muy expuestos, y fácilmente atraídos, por el odio y la venganza que envenenan el alma.

La misión de la Iglesia, es decir, de todos los bautizados, es ayudar a quienes por distintas causas se encuentran enredados en las trampas del mal. Debemos proponer experiencias que conduzcan a descubrir la fuerza del espíritu, que todos llevamos en nuestro interior, alentados por la afirmación de San Pablo: “Dios, que conoce profundamente los corazones, sabe lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega conforme a la voluntad de Dios, por los que le pertenecen” (Rom. 8,27). Con esta reflexión aprendamos a respetar siempre a toda persona en su dignidad, independientemente de su conducta, y a nadie condenemos definitivamente, porque Dios es el único juez, que pedirá cuentas al final de nuestra vida; hasta entonces, Dios ofrece siempre una oportunidad a todo ser humano de convertirse en trigo para que, purificado de sus pecados, corresponda libremente al amor de Dios.

Con la confianza en el amor que nos tiene Nuestra Madre, María de Guadalupe, pongamos en sus manos nuestra gratitud de ser trigo, y nuestras necesidades ante las acechanzas del enemigo para que superemos las tentaciones, que llevan a actuar como cizaña. Presentémosle también las necesidades que conocemos de nuestros prójimos, y de la sociedad en general.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

 

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