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Homilía de Envío a la Gran Misión Católica 2018 en la Arquidiócesis de Tlalnepantla

“Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch. 1,11). Hoy, en este domingo en que celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús, nos pueden venir varias preguntas: Si Cristo resucitó y volvió a la vida, ¿por qué no se quedó con nosotros? Así sería […]

“Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch. 1,11).

Hoy, en este domingo en que celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús, nos pueden venir varias preguntas: Si Cristo resucitó y volvió a la vida, ¿por qué no se quedó con nosotros? Así sería más fácil que creyéramos en el Él, viéndolo, tocándolo. ¿Por qué Cristo tenía necesidad de subir a los cielos? ¿Cuál es la razón por la que ascendió, por la que volvió a la casa del Padre? ¿Por qué nos deja en esta orfandad, en la que nos exige que creamos sin ver lo que nos han anunciado las distintas generaciones cristianas desde el primer siglo? ¿Por qué no nos pone más fácil los caminos para que nuestra Iglesia cumpla su misión?

Todas estas preguntas, y otras más que sin duda pueden ustedes tener en su interior, tienen una respuesta muy clara: no es solamente esta afirmación con la que terminaba la Primera Lectura: “Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse” (Hch. 1,11). Primero: ¿por qué subió? Porque ese es nuestro destino. Si se hubiese quedado, querría decir que la humanidad quedaría aquí eternamente, en la tierra. Y aunque es muy bella y nos gusta, estamos muy contentos y nadie se quiere morir, nuestro destino es pasar por aquí para llegar a la casa del Padre, como Él lo hizo. Porque en este peregrinar, en este transitar por esta vida, tenemos que crecer y desarrollar la experiencia del amor para poder entrar en la comunión eterna con quien es amor.

Por ello, hay tres puntos que son importantes de las lecturas que hemos escuchado. El primero: la Ascensión es el culmen de la peregrinación de Jesús, quien se hizo hombre como nosotros para mostrarnos el destino y el camino, y nos genera esa confianza de que alcanzaremos la morada de la casa del Padre.

El segundo punto es: Y mientras tanto, ¿cómo caminamos? Nos dice claramente el texto de la Primera Lectura: “Aguarden a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado, ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo” (Hch. 1,4-5). Y gracias a este Espírito Santo –nos dice Jesús–, cuando descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos hasta los últimos rincones de la tierra.

Recibimos el Espíritu Santo, no estamos solos. Es un Espíritu al que hay que descubrir y con el que nos tenemos que relacionar en un aprendizaje lento, pero cierto. El Espíritu Santo es la promesa del Padre que Jesús le ha pedido para nosotros para no quedar en la orfandad. Y ese Espíritu es el que nos hace fuertes para afrontar las adversidades de esta vida. Sean cuales sean.

Mientras más adversidades podamos afrontar, más creceremos. Por eso no debemos tener miedo ante los problemas, sino resolución firme para afrontarlos y resolverlos, porque el Espíritu del Señor está con nosotros. Pero hay que aprender a escuchar esa voz que se mueve en nuestras inquietudes: lo que está dentro de nosotros, lo que sentimos que nos mueve hacia el bien, esas son mociones, movimientos del Espíritu en nosotros; hay que darles cauce compartiéndolos con los demás.

Por eso es tan indispensable el ejercicio de la Lectio Divina en pequeña comunidad. Porque, a la luz de la Palabra, analizamos nuestras inquietudes, las ponemos en común y se nos clarifican para tomar las decisiones adecuadas, y ejecutarlas. Esta es la acción del Espíritu, y es así como nosotros, al igual que Jesús, podremos afrontar incluso injusticias no merecidas, dramas y tragedias en nuestra vida, con una gran fortaleza.

Y el tercer punto es que descubramos –nos dice san Pablo en el texto de la Segunda Lectura (Ef. 4,1-13)– cómo Dios, en esas inquietudes, va suscitando diferentes carismas; y así, las aptitudes y habilidades nuestras se ponen al servicio del caminar de la Iglesia. El Espíritu concedió a unos ser apóstoles, a otros ser profetas, a otros ser evangelizadores, a otros ser pastores y maestros para capacitar a los fieles, a fin de que, desempeñando debidamente su tarea, construyan el cuerpo de Cristo, que somos nosotros. Eso es lo que hacemos en la Iglesia: poner nuestras habilidades, capacidades, movidos por nuestras inquietudes al bien, y conducidos por el Espíritu Santo.

Y por eso, unos salimos a tocar puertas y otros se quedan aquí orando; unos conducen el retiro kerigmático, y otros participan y lo escuchan, y otros preparan la comida y la logística de los retiros de nuestras parroquias; otros conducen las pequeñas comunidades y se reúnen, como lo hicieron en abril pasado más de 3 mil coordinadores a fin de prepararnos para este día de la Gran Misión. Estos ejercicios de comunión y acción misionera es lo que nos pide Jesús en el Evangelio de hoy: “Vayan, evangelicen” (Mt. 6,15), hagan conocer quién es Jesús, que está con nosotros y, a través del Espíritu, vamos experimentando su presencia cercana, y sobre todo el amor y la misericordia del Padre.

Hoy saldremos a tocar puertas, hoy visitaremos a nuestros fieles, hoy les llevaremos el gozoso anuncio de que Cristo está vivo, que vive en medio de nosotros. ¡Que así sea!

 

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México