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Conversación con Gabriele Lonardi: El médico de los indios

12 julio, 2019
Conversación con Gabriele Lonardi: El médico de los indios
Foto: L'Osservatore Romano
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Para llegar hasta sus pacientes tarda entre quince y veinte días. Depende del estado de los ríos. En avión hasta Manaus, después cinco días de barco para llegar a Lábrea y al menos otros once para llegar a los indios Suruwahá. Ha elegido ejercer así su profesión Gabriele Lonardi, médico de Verano con licenciatura en Padua y especialización en enfermedades tropicales en Lisboa.

Sesenta y cinco años muy bien llevados, fue a Brasil apenas terminó los estudios con una proyecto de cooperación gestionado por la ONG de Padua, AES. Trabajó en Anchieta, en el Espíritu Santo, la ciudad donde vivió y murió José de Anchieta, el primer evangelizador de Brasil, y después en el Piauí, en el noreste, siguiendo a Umberto Pietrogrande, jesuita, fallecido en 2015, un pedagogo que importó en Brasil el método de las escuelas familia agrícolas y que merecería ser mejor conocido también en Italia.

Cuando la diócesis de Vitoria, capital de Espíritu Santo, se hermanó con la prelacía de Lábrea, en el extremo opuesto de Brasil, en la Amazonía más profunda, aceptó trasladarse y trabajar como médico entre los indios. Desde hace años Lonardi realiza así largos traslados, que duran meses, a estas tierras remotas e inaccesibles, para ocuparse de la salud de poblaciones que están varadas en la prehistoria.

Le pregunto por qué lo hace. «Porque son seres humanos, como nosotros, son hijos de Dios, también ellos tienen derecho a la salud y si la vida casi casualmente me ha llevado hasta ellos, como médico tengo el deber de cuidarles. Y merecen también nuestra admiración por haber logrado sobrevivir en Amazonía, que es el triunfo de la naturaleza, una tierra increíble, pero también la más inhóspita para el hombre».

Me cita Euclides de Cunha, que a finales del siglo XIX fue el primero en explorar el Alto Purús: «En esta naturaleza soberana y primitiva, que aquí libera sus energías más poderosas e incontrolables, el hombre es solo un intruso».

Sobre las orillas de este río y de sus innumerables ramificaciones se extiende la prelacía de Lábrea, hacia Perú, cerca de la frontera con Bolivia. Es más o menos de grande como Italia (230,000 kilómetros cuadrados) y viven no más de 80,000 personas. Es una tierra anfibia —me explica Lonardi—, porque el Alto Purús es «infinitamente rico de curvas y recesos, con un recorrido mu- dable, que cambia según las estaciones cuando el nivel agua se levanta y se baja por el deshielo de las nieves andinas e invade el bosque también por treinta kilómetros, formando lagos enormes, dado que la inclinación del río es mínima y las aguas, a veces, en vez de bajar se detienen y se ensanchan. La geografía, en esta tierra apasionante, cambia continua- mente».

En septiembre, el mes más cálido, la temperatura puede llegar a 40o con un 90% de humedad: un clima que permite a la vegetación explotar, levanta árboles hasta de 50 metros, llena el aire de insectos mortales y el bosque de todo tipo de animales. Solo los indios se han adaptado a este ambiente extremo.

«Vivir aquí, donde todo es enemigo del hombre —me dice Lonardi— es una lucha titánica, también por el bajísimo potencial agrícola del bosque. La economía es miserable, de mera subsistencia. Por esto las poblaciones locales son pequeños grupos seminómadas, aislados el uno del otro, que se nutren de caza y de pesca y necesitan territorios muy grandes para poder sobrevivir. El único verdadero producto de la tierra es la yuca, pero tiene un bajísimo contenido proteico y aumenta la des- nutrición. En mi región de Lábrea hemos identificado 13 grupos de poblaciones, diversísimas entre ellos por características somáticas, culturales, lingüísticas y alimenticias. Pero cada uno cuenta al máximo con 2,500 personas, en general menos de mil. En otras zonas amazónicas, donde pueden contar sobre territorios más amplios, superan en poco los veinte mil individuos, como los Yanomami hacia Venezuela. El Funai, el ente brasileño que tutela las poblaciones indígenas, ha censado 220 etnias diferentes. Y ten presente —añade— que me refiero solo a la zona Amazónica brasileña, mientras que el inmenso territorio amazónico penetra en una decena de estados y se extiende por más de 7 millones de kilómetros cuadrados, poco menos que toda Europa, como Estados Unidos sin Alaska».

Pregunto si es fácil acercarse a los indios. «Para nada —me responde— Defienden con los arcos y las flechas su territorio y su soledad, que es fruto de experiencias lejanas de lucha con los extraños por el territorio y de enfermedades llevadas del exterior, por lo que han aprendido a esconderse para sobrevivir. He logrado entrar en los pueblos de los Suruwahá (pero el nombre se puede escribir de varias maneras), uno de los grupos más pequeños, identificados solo hace pocos años, es decir en sus malocas —viviendas colectivas, cada una de las cuales constituye un pueblo— solo porque conseguí salvar a uno de ellos de la picadura de una serpiente y lo llevé de nuevo a su maloca. Desde entonces me acogen como uno de ellos, y cuando llego donde ellos, después de al menos diez días de navegación por los ríos más allá del Lábrea, vivo con ellos, en la maloca, durmiendo junto a ellos en una hamaca. Está el obstáculo de la lengua, pero me ayuda una india que conoce el portugués. Y cuando digo que están lejos, que es difícil llegar donde están, me responden que soy yo el que está lejos de ellos, rompiendo todas mis categorías mentales etnocéntricas. Cuando vuelvo a Verona y asisto a los grandiosos espectáculos del Arena, no puedo no pensar con cierta consternación en estos indios, para los cuales su maloca es el centro del mundo».

¿Qué patologías encuentras entre tus indios?



«De todo. La malaria, la tuberculosis, anemias agravadas por los parásitos intestinales, vermes que destruyen sobre todo a los niños. Las peores enfermedades tropicales, algunas bien conocidas, otras menos, aquí proliferan todas, a veces desarrollándose de formas imprevisibles, transmitidas por los insectos, agravadas por el clima tropical, por la higiene inexistente, por la falta de medicinas y de hospitales. Para llegar al más cercano, el de Lábrea, es necesario navegar durante días. La mala- ria es un flagelo. Hemos diagnosticado siete mil casos solo en los primeros cinco meses de este año en una zona poblada por unas 40,000 personas. Después está la fiebre negra de Lábrea, o hepatitis delta, presente casi exclusivamente en mi zona con un virus muy agresivo, que con los colegas de medicina tropical de Manaus estamos tratando de aislar, impidiendo que se extienda a otras regiones. La filariosis es casi endémica, dado que según mis cálculos afecta al 70% de la población. ¡Te aseguro que un médico en Amazonía tiene mucho que aprender! He estudiado en Europa en importantes es- cuelas especializadas, pero mi máster lo he hecho aquí, cuidando como puedo a esta gente que no sabe decirte cuántos años tiene porque falta el sentido del tiempo y vive en un eterno presente, ni sabe decirte cómo se llama», porque no existe individualidad personal donde todo es colectivo.

«Y después —continua Lonardi— está la lepra, extendida en toda la Amazonía, de la cual se habla demasiado poco. El municipio de Lábrea ha sido considerado durante mucho tiempo el lugar de máxima concentración de la enfermedad de Hansen de toda la Amazonía, junto con áreas del Mato Grosso. Puedo recordar que hace un siglo el gran explorador y antropólogo italiano Ermanno Stradelli, una celebridad en Brasil pero todavía poco conocido en Italia, contrajo precisamente aquí la lepra de lo que murió en 1926. En el barrio de San Lázaro, hemos registrado 3623 casos de lepra. La patología en general está bajo control, pe- ro deja en el enfermo estigmas imborrables. Aquí leprosos con el cuerpo marcado ves muchos».

Pero en la Amazonía no hay solo indios, dice Lonardi. Hay también brasileños, generalmente “del nordeste”, descendientes de aquellos que emigraron aquí en el siglo pasa- do cuando la extracción del caucho pareció abrir todo posible enriquecimiento. El ciclo de la goma duró poco, pero ha dejado signos profundos. Manaus, hoy capital de la Amazonía, que dista 1800 kilómetros del río de Lábrea (900 en línea aérea), se convirtió entonces en una gran ciudad, con el célebre teatro de ópera, donde se dice que cantó también Caruso.

Fue en esos años que muchas poblaciones indias escaparon de la esclavitud de los señores del caucho, que buscaban mano de obra, refugiándose en el bosque más lejano. Su terror por los extranjeros es de aquella época. La goma amazónica perdió pronto su valor y hoy Ma- naus ha conseguido sobrevivir transformándose en zona franca, mientras que muchos descendientes de los brasileños que se dispersaron entonces por la Amazonía, los siringueiros, llevan una vida pobre, no mucho mejor que la de los indios. También esta pobre gente forma parte de los pacientes del médico de Verona.

Hay una última pregunta que no puedo no hacer a Lonardi.

¿Por qué sigue viniendo aquí?

«Porque soy un médico, me responde, y aquí hay necesidad desesperada de médicos. Porque la Amazonía, como te he dicho, enseña más que una facultad de medicina. Y también porque esta gente, que pa- rece estar en el peldaño más bajo de la humanidad, posee valores que no cesan nunca de sorprenderme y de poner en crisis mi sentido de superioridad de hombre europeo: la sociabilidad, la solidaridad recíproca, el sentido comunitario, la gratitud por quien hace algo por ellos, no obstante el terror al extranjero, al extraño. No tienen nada y no desean nada. Y después son inermes, inofensivos, no hacen mal a nadie mientras que todos, empezando por la naturaleza, siempre les han hecho mal a ellos. Solo quieren vivir como siempre han vivido, es más, sobrevivir. Y yo intento ayudarles. Cuando duermo en su maloca, bien cubierto por mi mosquitera, a veces pienso que podría ser un rico profesional y vivir en una bonita villa en las colinas veronesas. Pero no me arrepiento, créeme. Aquí me siento realmente útil, para los demás y para mí mismo».

Y concluye: «Estoy inmensamente agradecido a Francisco por la convocatoria del sínodo sobre la Amazonía. Finalmente un grande de nuestro tiempo pone los ojos en esta tierra y la lleva a la atención de todos. En octubre, las malocas de estos pobres indios olvidados y tratados a menudo peor que los animales estarán realmente, por un momento, en el centro del mundo»





Autor

L'Osservatore Romano, el periódico del Vaticano. Edición para México. 

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