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Tembló para grandes, chicos y chiquitos

Rose-Marie Venegas Lafon

Los temblores nos afectan a todos, sin importar la edad o el género, todos lo sentimos, con más o menos conciencia de lo que está sucediendo y de lo que nos podría suceder, con más o menos miedo de morir y con más o menos conciencia de querer vivir, pero nadie se escapa. Afecta nuestra mente y deja a nuestro cerebro frente a una gran labor de reorganización interna pero no es lo mismo un cerebro de 5 meses que uno de 5 años, otro de 15 o bien uno de 50, por lo que el sentir, la afectación y las estrategias de reacomodamiento no serán las mismas y es importante entender cada etapa para poder acompañar y apoyar al bebé, niño o adolescente en su proceso de recuperación, como papás, abuelos, familia o maestros. No podemos reorganizar sus mentes por ellos, ese es trabajo de cada cerebro, tenga la edad que tenga.

Los adultos somos polines para apuntalar y sostener a los niños y jóvenes en su proceso de recuperación que como en los adultos, usualmente tomará una o dos semanas a un mes o mes y medio.

En todas las edades, existen 5 acciones que podemos ofrecerles como apoyo: contener y dar seguridad; calmar y relajar la tensión; informar con claridad y tranquilidad de la realidad, normalizar las conductas y reacciones de cada uno ante situaciones tan inusuales y consolar restableciendo las rutinas cotidianas.

De 0 a 3 años, el niño es como una esponjita que percibe detalladamente lo que lo rodea y absorbe la tensión de su ambiente como un primer diálogo antes de saber hablar y expresar plenamente cómo se siente. El niño no formula aún conceptos de muerte ni de peligro y no sabe que es un temblor, pero sabe que la ausencia o distancia de quienes lo cuidan son una amenaza para su supervivencia por lo que desarrollan relaciones de apego (seguro o inseguro) y el contacto piel a piel desde recién nacidos e incluso desde antes, les permite a través del contacto físico detectar la receptividad o tensión del adulto que es percibida como rechazo y riesgo. Para contener al niño es importante demostrarle cariño y ofrecerle mayor contacto físico (apapachos, abrazos) sin dejarlo que se aferre todo el tiempo ni aferrarnos nosotros a él para calmarnos. Cada adulto debe tratar de auto-regularse lo mejor posible antes de cargar al niño, pero si no fue posible antes/durante el temblor por la emergencia, entonces ofrecerle después contactos de tranquilidad. Contener no significa que el niño no grite o llore, pero sin desbordarse angustiosamente o dejarlo golpearse o lastimarse como forma de tratar de calmar esas sensaciones. De igual forma, no es un problema que el niño nos vea llorar o asustados, pero si será angustioso si nos ve fuera de control o ausentes. Ofrecerle tiempos para calmarse y relajarse con un baño, un masajito, cantándole o jugando. A toda edad se le explica lo que acaba de pasar de forma simple: el bebé no entenderá las palabras, pero si intuirá nuestro deseo de comunicarle algo y nuestra intención global descifrando nuestro lenguaje no verbal (gestos, expresiones, tono de voz…).

Con los niños de dos o tres años podemos decirle “La Tierra se movió”, “Hay que salir porque se pueden caer cosas y nos pueden lastimar”, “Puede moverse otra vez”. Es probable que en los siguientes días el niño pueda tener dificultades para dormir por la tensión del ambiente, esté más irritable o demandante, llore más, parezca retroceder en algún aprendizaje, pierda el control de esfínteres ya adquirido, sobre todo de noche o haga más berrinches y se sienta más frustrado lo que lo puede llevar a culpar a quien esté a su lado y decirle “ya no te quiero” como descarga. En ese contexto uno puede ser más flexible con las reglas en casa, pero sin perder ciertos límites: no se vale lastimarse o pegar o romper cosas.



De 3 a 6 años, el niño empieza a ser más independiente y por tanto más sociable, pero a nivel pensamiento aún no separa totalmente la fantasía de la realidad, lo que él piensa de lo que sucede o piensan y sienten los demás. Sabe que existe la muerte como en los cuentos o películas y es algo como dormir y por lo tanto cree que es pasajero y reversible. A esta edad los niños viven el temblor con su comportamiento normal y algunas conductas más marcadas como hablar o callar más, presentar más miedos y pesadillas al dormir y pedir dormirse con sus papás, o miedos al ir al baño solos o alejarse de sus seres queridos y figuras de apego. A esta edad para contener al niño es importante que coma, duerma, juegue y darle muestras de cariño y apapacho. Para calmar y relajar el estrés se le puede leer un cuento, cantar sus canciones favoritas, jugar con su peluche o juguete consentido, incluso con su amigo imaginario si tiene uno. Informarle lo sucedido en lenguaje sencillo para su edad y responder con sinceridad a sus dudas y preguntas: no se trata de evitar explicarle las consecuencias, pero tampoco requiere conocer o ver un exceso de detalles que alimenten su fantasía con imágenes aterradoras. También ayuda que pueda nombrar sus emociones y/o dibujarlas o expresarlas al jugar al temblor o al velorio si le tocó asistir a alguno. El juego es el espacio donde el niño puede expresar con libertad y sanamente lo que piensa y siente por lo que es natural y correcto que trate de jugar las situaciones traumáticas para así digerirlas. Si el niño se muestra más irritable o agresivo, no criticarlo ni regañarlo, pero no permitir que transgreda los límites fundamentales: no se vale lastimarse o pegar o romper cosas.

De 6 a 9 años, el niño adquiere mayor madurez en sus conocimientos y capacidad de compresión y análisis del mundo que lo rodea. Ya saben que la muerte es irreversible y saben que sus padres no son inmortales, aunque por lo general aún no tienen conciencia de que ellos algún día también morirán por lo que la preocupación se centra más en los padres y seres queridos más que en ellos mismos. También es fundamental tomar en cuenta que ya han desarrollado suficiente criterio de realidad para detectar incongruencias en el discurso del adulto como “no pasa nada” y ven que sí está pasando porque hay una ruptura en las conductas cotidianas de los adultos y en sus rutinas. Si perciben incongruencias, entenderán que lo correcto es ocultar las emociones y esto los aísla más y expone internamente al no poder usar al adulto-polín. En esta etapa de desarrollo, los niños pueden mostrarse más agitados, irritables, perder cierta autonomía, expresar miedo cuando salen sus padres o cuidadores, miedo a estar “solos” aunque sea en su cuarto jugando. Pueden presentar pensamientos repetitivos de lo ocurrido o verse más alertas de lo usual al entorno, tener pesadillas y dificultad para dormir o escaparse en el sueño y dormir de más. Aquí es importante darle seguridad al niño mostrándole como no es la primera vez que algo le da miedo o lo asusta y lo ha podido resolver. Validar que no nos gusta sentirnos así, pero sentir miedo es importante porque nos ayuda a cuidarnos y protegernos. Ayudarlo a calmarse sin mentirle “ya no va a pasar nada” o “si te calmas, todo va a estar bien”, sino “yo estoy aquí para ayudarte a estar más tranquilo/a y que todo sea lo mejor posible poco a poco” y buscar las actividades que relajen al niño. Para poder informarle es fundamental que el niño ya haya podido calmarse y esté relajado para reactivar su capacidad de pensar y analizar la información. Si está aún en modo reflejo, no captará la información y posteriormente se mostrará desfasado o como si no hubiera prestado atención y será más cansado para el adulto. A esta edad es importante asegurarse que no mal entiendan alguna respuesta y darles respuestas a sus dudas fáciles, cortas y claras. Cuanto más rodeo le demos a una respuesta, más la haremos amenazante. Nuevamente es importante ayudarle a poder poner palabras en sus emociones y decirle que es normal si tiene emociones contradictorias al mismo tiempo o emociones que le parecen sin sentido unas con otras. Puede sentir rabia, incredulidad, tristeza, vulnerabilidad. Anticiparle que poco a poco irán pasando estas emociones pero que en un inicio pueden durar varios días porque entender lo que pasó es complicado. Al consolarlo evitar frases como “vas a estar bien” y mejor decirle “poco a poco te vas a sentir mejor y yo estaré aquí para que te sientas lo mejor posible”.

De 9 a 12-13 años, el preadolescente, medio niño, medio adolescente puede buscar afrontar la situación de manera más individual e interna o de manera más dependiente e infantil y puede oscilar de una conducta a otra y ahí empieza el arte de seguir ese ritmo para acompañarlo en su desarrollo en general y específicamente en la recuperación del temblor. A esta edad, les cuesta naturalmente gestionar sus emociones por el inicio de los cambios físicos y hormonales y en una situación de crisis les será más complicado enfrentar sus emociones por lo que buscarán distraerse y hacer como si nada, poniendo una defensa evitativa de lo que les provoca ansiedad. Esto puede hacer que se vean poco sensibles y comprensivos con los demás o con los nuevos ritmos de los cotidianos. Dentro de esta inestabilidad interna, a nivel intelectual ya comprenden que la muerte es irreversible para todo ser vivo, incluidos ellos mismos cuando envejezcan, por lo que se activa el miedo a morir o ganas de vivir porque aún les falta mucho. Esta conciencia puede expresarse con hiperactividad y mal humor. La adolescente llora con mal genio lo que no logra llorar con lágrimas de tristeza. Ante esta angustia tratan de evadirse y buscar el consuelo en el grupo de sus pares. Es importante darles tiempos para aislarse y tiempos con sus amigos para que grupo se auto-regulen y dejar la puerta abierta para cuando necesiten hablar o información. De preferencia dejarles tomar la iniciativa de acercarse a hablar y observarlos de lejos pero no dejarlos solos porque ya empiezan a tener conductas más impulsivas y de posible riesgo. Si no pueden dormir, no forzarlos a acostarse y dormir, más bien dejarlos un tiempo que busquen autorregularse. Cabe señalar que los jueguitos en los celulares o aparatos electrónicos tienen un efecto de calmar algo la ansiedad por lo que es probable que busquen estar más tiempo del que de por sí tienen conectados en los aparatos que con la realidad o las personas. También otra forma de evasión del contacto es encerrarse o replegarse en su cuarto o en sus audífonos. Es importante darles tiempo de no pensar y calmarse para después dar también tiempos de información e incluso retomar varias veces el tema para no saturarlos en explicarles todo de una sola vez, pero alternando los tiempos de aislamiento y repliegue con los tiempos de explicación y respuestas de dudas en función de cada chico/a. Explicarles que todas esas sensaciones y malestar atípico que pueden tener es normal y que la situación sí es preocupante y que uno no tiene tiempo de pensar qué hacer en esos momentos porque reacciona más por reflejo como cuando tocamos algo que quema y de inmediato quitamos la mano.

En los adolescentes, se observan las respuestas mistas entre las de la etapa anterior y mecanismos de defensa como en los adultos desde la pérdida de memoria y el uso del cerebro instintivo que desconecta al cerebro racional para actuar más rápido y el desconcierto ante este poder perder el control del entorno que tiemble y de uno mismo que no puede pensar. Aquí el apoyo consiste más en observar señales y conductas de malestar, escuchar pensamientos, reacciones, dudas y conectar al adolescente con sus redes de apoyo familiar, escolar y social.

Por último, a preadolescentes y adolescentes mayormente les puede dar consuelo agruparse con sus amigos y decidir una estrategia de apoyo para los damnificados como participar en algún centro de acopio escolar, por ejemplo.





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