Alejandra María Sosa Elízaga
¡Ésas pudieron ser mis últimas palabras!’, decía atormentado un amigo, que platicaba en una reunión que durante el terremoto, quiso salir a toda prisa de su oficina y cuando intentaba abrir la puerta, dijo una palabrota porque se le cayó el llavero al piso, luego dijo otra cuando se confundió y metió en la cerradura la llave que no era. Entre las prisas y los nervios, así se desahogaba, y cuando por fin logró salir sano y salvo del edificio, que por cierto quedó cuarteado, se puso a considerar que pudo haber fallecido, y le dio pena pensar que sus últimas palabras antes de encontrarse con Dios, podían haber sido sólo malas palabras.
Le dijimos que Dios es comprensivo y misericordioso, y hubiera entendido que su susto lo hubiera hecho soltar aquel repertorio tan ‘florido’, pero lo que nos compartió dio pie para que nos quedáramos reflexionando.
Comentábamos que todos los días realizamos muchas tareas, interactuamos con muchas personas, y no sabemos cuándo será nuestra última vez: la última vez que veremos un atardecer, la última vez que daremos un beso a un ser querido, la última vez que celebraremos un cumpleaños o comeremos algo rico.
Estuvimos de acuerdo en que por una parte, qué bueno que no lo sabemos, porque ver aproximarse ese momento final nos atormentaría, pero por otra parte, qué pena no saberlo, pues tal vez viviríamos más intensamente, valoraríamos más lo que tenemos; serían más prolongados nuestros abrazos, más atentos nuestros oídos, más dispuestos nuestros corazones a perdonar, a ayudar, a amar, a procurar dejar en los demás algo bueno que de nosotros puedan recordar.
Reconocimos que un terremoto, un huracán o cualquier otro desastre natural que llega inesperadamente, nos enfrenta de golpe la posibilidad de morir, de estar viviendo nuestros últimos momentos. ¿Qué es lo que en esos instantes querríamos decir?, ¿palabras llenas de ira y desesperación? Coincidimos en que lo mejor, es decir una oración.
Alguien propuso que así como a lo largo del año hemos de realizar simulacros para actuar en automático cuando se presente una situación de emergencia, tener ya grabado en la mente qué hacer, qué cosas llevar, por dónde salir, etc, del mismo modo tendríamos que incorporar a nuestro ‘plan de contingencia’, una respuesta espiritual a lo que nos toque enfrentar, en otras palabras, que lo primero sea rezar; que mientras buscamos apresuradamente lo que vamos a sacar, mientras alertamos a los demás, mientras evacuamos el sitio en el que nos encontremos, recemos, recemos, recemos, no paremos de rezar. Por nosotros y por todos los que estén viviendo esa misma situación, en especial quienes quizá no la van a superar.
Hay quien se pone a rezar Padrenuestros, o Avemarías, pero no alcanza a completarlos. Un cerrajero que pasó bajo una loza diecisiete horas antes de ser rescatado, dijo en una entrevista en CNN, que no lograba terminar ninguna oración, que empezaba una y de pronto se daba cuenta de que estaba rezando las palabras de otra. Cuesta concentrarse en esas tremendas circunstancias, así que una alternativa son las jaculatorias, que son rezos muy breves, fáciles de recordar, y que se pueden repetir una y otra vez. Aquí hay algunas para elegir:
“Señor Jesús, ¡ten misericordia de nosotros!”
“Jesús, ¡sálvanos!”
“Jesús mío, ¡ten piedad de mí!”
“¡Protégenos, Señor, de este temblor!”
“Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío”
“Jesús, José y María, les confío a mi familia.”
“Santa María de Guadalupe, ruega por nosotros!”
“Santo Dios, Santo Fuerte, Santo e Inmortal, ten misericordia de nosotros”
No sabemos con seguridad cuándo nos tocará decir nuestras últimas palabras, pero una cosa sí podemos hacer: asegurarnos de que expresen nuestra fe.
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