Escuela para padres

Monólogo del abuelo: ¿por qué los viejos nos volvemos silenciosos?

Cuando hablo del pasado, mi nieto arquea las cejas en señal de escepticismo y hace como que no me oye. ¿Querrá, tal vez, que le hable del futuro? Pero para nosotros, los viejos –como dijo uno de mi edad en una bellísima película española-, hacer planes para tres días es hacer planes para muchos días.

Apenas abro la boca, el muchacho me interrumpe para decir:

-No es necesario que me cuentes esa historia, abuelo: ya me la sé. La habrás contado desde que me acuerdo unas ochocientas veces.

¿De qué quiere que le hable, entonces? Conforme pasan los años, los viejos nos volvemos silenciosos. Primero, porque lo que decimos no interesa; y segundo, porque hemos aprendido el valor de las palabras. “Antes de hablar, asegúrate de que lo que vas a decir sea más precioso que el silencio”. Ignoro quién fue el que dijo esta frase verdadera, pero casi juraría que la dijo un viejo. Llegados a cierta edad hacemos una especie de balance espiritual y descubrimos con asombro que mucho de lo que dijimos se ha perdido en ese olvido universal de que hablaba no sé quién. Entonces, nos callamos. Ah, pero cuando abrimos la boca –y espero que no se tome esto como jactancia o presunción– es como si lo hiciera el oráculo de Delfos.

Los jóvenes hablan de proyectos; nosotros, de los muertos. ¿De qué vamos a hablar, si no de los que hemos conocido y admirado, de los que amamos y ya no están? Mi nieto haría bien en tomar en cuenta esta verdad fundamental: “Envejecer es haber asistido a muchas muertes”. ¡Ah, con cuánta razón decía Santo Tomás de Aquino (1224-1274): “Los jóvenes son optimistas, viven llenos de grandes esperanzas; ante todo, porque viven del futuro y muy poco del pasado. La memoria es del pasado, y la esperanza, del futuro. Mas como los jóvenes no tienen casi memoria del pasado, se dedican a vivir de la esperanza del futuro”! (Cf. 1-2 q. 40 a. 6).

Y, por lo demás –pasando a otra cosa-, nadie sabe si, como dijo el personaje de una novela leída por mí hace ya muchos años (es decir, cuando tenía aún ojos para ver), el mundo no haya sido creado para los muertos. Confieso que cuando tenía cincuenta años, tal afirmación me pareció sumamente chocante, si no es que aterradora; hoy, en cambio, no sabría qué decir de ella. Como la memoria empieza ya a fallarme, me gustaría transcribirla in extenso; la tomé de un libro de Flannery O’Connor (1925-1964), la novelista estadounidense, y dice así: “El mundo ha sido creado para los muertos. ¡Piensa en la cantidad de muertos que hay en él! Hay un millón de veces más de muertos que de vivos, y los muertos se quedan muertos millones de años más de cuanto se quedan vivos los vivos”. ¿No es un pensamiento sumamente persuasivo y a la vez consolador para aquellos que ya sabemos lo que nos espera en un futuro no muy lejano?

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Le pregunté hace poco a mi nieto que cuánto tiempo empleaba normalmente conduciendo de su casa al centro de la ciudad; me respondió que de cincuenta minutos a una hora. Le dije entonces: “¡Qué casualidad!, lo mismo que yo hacía hace cuarenta años, y caminando”. “Es por el tráfico”, protestó poniéndose a la defensiva. Pero yo me reí por dentro, pues su respuesta no hizo más que confirmar la idea, arraigada en mí desde hace mucho, que en lo que respecta a ciertas cosas el llamado progreso no sirve para nada. Amamos como se amaba hace diez mil años y tenemos tanto miedo a la muerte como lo tenían los cavernícolas en sus cuevas. Sí, es verdad que hoy dormimos en camas más mullidas, pero nuestra necesidad de dormir es la misma.

Lo que me gustaría hacer comprender a los jóvenes –sobre todo a ese joven recién entrado a la Universidad que es mi nieto- es que si bien no todo tiempo pasado fue mejor, tampoco fue lo que se dice peor. Cuando le hablo, por ejemplo, de cartas escritas a mano, él se ríe como compadeciéndome de algo. No comprende que una carta escrita a mano era valiosa no tanto por lo que se leía en ella, cuanto por la dedicación que implicaba redactarla. ¡Cuántas hojas arrojadas a la papelera dejaba tras de sí la más sencilla declaración de amor! Y, así, recomenzando la carta una y otra vez, íbamos aprendiendo algo de la vida; por ejemplo, que para amar es necesario esforzarse; que el amor es una tarea, y no por cierto de las más fáciles. Pero aprendíamos también algo más: que siempre es posible volver a empezar. En otras palabras, las cosas y las acciones, con tal de que las ejecutáramos debidamente, nos iban enseñando el difícil arte de vivir.

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Cuando escribíamos a máquina –entonces no había ordenadores, computadoras, o como quiera que se llamen estos artefactos-, ¡cómo nos cuidábamos de no oprimir una tecla por otra, sobre todo al final de una hoja bien escrita! Una sola equivocación, una sola imprecisión en el movimiento de los dedos, y a comenzar otra vez. Pero de esta manera aprendíamos ciertos valores como el tesón, el coraje y la perseverancia, sin los cuales nuestra vida se hubiera visto muy empobrecida.

Hoy las gomas de borrar no la usan más que los dibujantes, pero en mis tiempos no nos dejaban entrar a la escuela si no íbamos bien provistos de esas gomas bicolores que creo que ya no existen. Y, al utilizarlas, aprendíamos que aunque es humano equivocarse, siempre es posible corregir nuestros errores. Hoy los estudiantes no escriben sino con bolígrafos y las cancelaciones se vuelven imposibles. ¿Será por eso que viven con un sentimiento trágico que nosotros, sus abuelos, no conocimos?

Pero, bueno, son pensamientos de viejo; simples sospechas mediante las cuales he querido probar que si bien nuestro tiempo no fue el cielo tampoco fue  el infierno. Y, ahora, a callar, que ahí viene mi nieto otra vez…

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P. Juan Jesús Priego

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