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COLUMNA

Comentario al Evangelio

El ladrón que se robó el cielo

Nadie antes y nadie después había robado el cielo, de manera tan expedita, de la boca del mismo Salvador del mundo

19 noviembre, 2022
El ladrón que se robó el cielo
Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor. Ilustración: Martín Cuéllar.

Evangelio según san Lucas (23,35-43):

En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:  «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».

Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

El texto que escuchamos este domingo, en que celebramos a Jesucristo Rey del Universo, nos presenta la escena de la Crucifixión, donde Jesús es colocado junto a ladrones; es acompañado, por dos personas, que la justicia ha puesto también en el más grande suplicio: la pena de muerte.

A partir de los condenados a este patíbulo, el evangelista nos quiere poner no sólo delante de una enseñanza, sino que nos sitúa -a quienes reconocemos en el Crucificado a Nuestro Señor, Rey Nuestro y de todo el Universo- al lado de alguien, que más que reconocer a Jesús como el Dios verdadero, quiere obtener groseramente una última gracia, de quien viniera, de quien sea.

Todo lo anterior, constituirá la ocasión perfecta para San Lucas, de presentar a un converso, alguien que en la vida equivocó el camino, tomó malas decisiones y la justicia lo ha llevado al cadalso; al final de su historia, no sólo tiene la vergüenza de sus malas acciones, sino el dictamen de sus contemporáneos: la pena capital. Podría parecer que no tiene más esperanza, es pérdida total, camino sin retorno y remordimiento extremo, no hay manera de dar un paso atrás para recomponer la película de la vida. Es flagrancia, castigo y muerte.

Ante este panorama tan desolador para este “buen ladrón”, surge, en el último momento de la vida, la oportunidad de aceptar a Jesús como Señor de nuestras vidas, Rey nuestro y del Universo, o de rechazarlo y querer “sacar algo de Dios”, por si existiera, “para que nos sirva de algo”.

“Ni aún en el mismo suplicio, temes a Dios?” (v. 40), nosotros en justicia, recibimos lo merecido, pero éste, qué mal ha hecho? (v. 41). Esta confesión de fe, éste abogado que se atreve a decir que se ha cometido una injusticia con Aquél que está al lado suyo, es una de las expresiones más grandes de amor, de misericordia que acompañan el evangelio de Lucas. Y por si fuera poco, una petición, la más humilde y osada: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (v. 42). No por nada, Jesús le responde con la promesa más sencilla y a la vez prodigiosa de todo su ministerio: Te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.

Nadie antes y nadie después había robado el cielo, de manera tan expedita, de la boca del mismo Salvador del mundo, Aquél que estaba ganando en esa cruz la redención del género humano, otorga la primera entrada al Reino de su gloria a aquél que se arrepiente y le suplica misericordia.

Con razón en la “La Pasión de Cristo”, Mel Gibson añade unos segundos basados en un evangelio apócrifo: un cuervo saca los ojos al otro ladrón, como diciendo, para nada te han servido, teniendo al Rey del universo delante tuyo, teniendo esta última oportunidad, no has sido capaz de reconocerlo.

Que nosotros podamos reconocer las maravillas que hace Jesús en nuestras vidas, a pesar de que en ocasiones equivoquemos el camino, aprovechemos la Eucaristía dominical para reconocer en Él a nuestro Rey y Señor.