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COLUMNA

Columna invitada

Reflexión de Cuaresma 2021

Reflexión compartida con el presbiterio de la Arquidiócesis de México, el lunes 22 de febrero con motivo de su tradicional retiro anual de Cuaresma.

23 febrero, 2021
Reflexión de Cuaresma 2021
Padre Mario Ángel Flores Ramos
POR:
Autor

Comisionado de la Doctrina de la Fe en la Arquidiócesis Primada de México y miembro de la Comisión Teológica Internacional (CTI). Es director del Observatorio Nacional de la Conferencia del Episcopado Mexicano y fue rector de la Universidad Pontificia de México, cargo que ocupó durante tres trienios. 

Esto dice el Señor: “Todavía es tiempo. Conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, con lágrimas y llanto; enluten su corazón y no sus vestidos. Conviértanse al Señor su Dios, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en clemencia, y se conmueve ante la desgracia” (Jl 2,12-13).

Todos nosotros estamos acostumbrados a los tiempos litúrgicos y marcamos en ellos con mucha claridad el inicio, el desarrollo y el final, señalando con signos y acompañando con la Palabra de Dios cada una de las etapas, sea el Adviento, la Navidad, la Cuaresma o la Pascua. Más aún, somos muy responsables en preparar todos los detalles con tiempo suficiente y muy cuidadosos de poner y quitar los arreglos de cada etapa. A lo largo de nuestra vida lo hemos hecho muchas veces y hemos tratado de hacer vivir estos tiempos a las comunidades parroquiales que están a nuestro cargo.

Debemos reconocer que no siempre podemos vivir el sentido del misterio que nosotros mismos ayudamos a vivir a otros. Nosotros también necesitamos momentos de preparación, de una ayuda externa que nos haga sentir la importancia de los tiempos litúrgicos y la profundidad y trascendencia del misterio celebrado. Naturalmente también la misma celebración nos involucra y, en la medida en que seamos conscientes de que somos los primeros destinatarios de la salvación y de la gracia, los primeros necesitados de la misericordia y del amor de Dios, podremos celebrar mejor con nuestras comunidades la fe. Debemos vivir profundamente en nuestro interior la oración y adoración de aquello que celebramos. Para ello es necesario no olvidar nunca que en el desempeño de nuestro ministerio solo somos portadores de la gracia y la bendición de Dios, no el origen de ella. “El que a ustedes escucha a mí me escucha, el que a ustedes rechaza, a mí me rechaza y al que me envió” (Lc 10,16), somos portadores de Él, no de nosotros mismos, ni de nuestra palabra, ni de nuestro mensaje. Portadores con nuestra forma de ser, sí, con nuestra propia personalidad, con nuestros dones y cualidades, así hemos sido elegidos, en esta vasija de barro, llevamos un tesoro que no nos pertenece, pertenece a Jesucristo (Cf. 2Cor 4,7), es su Evangelio de Salvación, por ello, al final, cuando hayan realizado lo que se les ha mandado, -recuerda Jesús a sus discípulos- simplemente digan “siervos somos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”  o como dice enfáticamente san Lucas “Siervos inútiles somos, simplemente hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).

Estamos preparados para celebrar una cuaresma más en nuestra experiencia personal. Sin embargo, no debemos pasar por alto que, por alguna razón inexplicable, hemos entrado a una cuaresma interminable desde principios del 2020 en el mundo entero. Una cuaresma que ni siquiera hemos preparado y que no está dirigida solo a nuestras comunidades o los más cercanos y piadosos, sino al mundo entero. No se trata de una cuaresma litúrgica, sino de una cuaresma existencial. No se trata de un tiempo marcado por nuestros calendarios religiosos sino impuesto por una realidad inesperada. En algunos lugares con más intensidad que en otros, pero en todas partes ha llegado como una exigencia inevitable. Sin necesidad de insistir en algunas prácticas, siempre necesarias para los tiempos de penitencia y conversión, se impusieron. No hemos tenido que explicar el significado del ayuno, la oración, la austeridad, los sacrificios personales, simplemente llegaron: Hemos tenido que dejar de lado las reuniones de todo tipo, especialmente las celebraciones festivas y cualquier manifestación de diversión. Punto final a los viajes de placer y turismo, cerrados los cines, cerrados los espacios de ocio y espectáculos junto a los grandes centros comerciales. Silencio en las calles y en las plazas. Austeridad por todas partes, que ha propiciado un tiempo para meditar y cuestionarnos interiormente sobre el sentido de las cosas, del trabajo, del estudio, de la familia, y lo más importante, sobre el sentido de la vida.

Esta Cuaresma inesperada se ha impuesto a todos nuestros tiempos litúrgicos, no hemos podido celebrar la Pascua como es debido, mucho menos la Navidad. En los primeros momentos las exigencias radicales han sido aceptadas de manera casi unánime por amplios sectores de la sociedad, con fechas distintas pero expresiones comunes, al llegar esta pandemia del siglo XXI, como un dominó que se derrumba, primero en el Oriente, después en los países europeos y finalmente en el Continente Americano. Confinamiento, distanciamiento social, cierre casi total de actividades, desconcierto por todas partes ante lo desconocido. Todo por un enemigo prácticamente invisible, que pone en juego la salud y la vida de todos.

En esta realidad que estamos experimentando no solo debe haber una preocupación por los problemas de salud y economía, o las repercusiones sociales o políticas, también y, sobre todo, debemos realizar una lectura religiosa, al alcance de todos, especialmente de los más sencillos. Debemos acercarnos a la lectura de los signos de los tiempos para interpretar en los acontecimientos lo que Dios quiere decirnos, no solo para cuidar la salud y la vida presente, sino la salvación y la vida eterna.

Todo tiempo de gracia, como la cuaresma litúrgica, comienza con un signo penitencial, en este caso la ceniza, que expresa nuestra aceptación libre y personal para recorrer el camino eclesial y comunitario de este tiempo de conversión y penitencia. Sobra decir si la ceniza es obligatoria o no, si es necesaria o no, lo más importante es entender y asumir que un signo nos une a la comunidad, a la Iglesia y que marca el inicio de un camino común con sentido penitencial para buscar juntos la gracia que necesitamos de Dios. Los signos conllevan la fuerza de lo que debemos celebrar interiormente. “Enluten su corazón y no sus vestidos”. En otras palabras, para vivir un tiempo de gracia necesitamos aceptarlo conscientemente y vivirlo en la comunidad de fe. La apatía, la indiferencia o el abierto rechazo, nos excluye de esta experiencia.

La cuaresma existencial que estamos viviendo con todo el mundo, comienza aceptando su realidad y sus exigencias básicas, cuidando de manera responsable nuestra salud y nuestra vida y siendo corresponsables con los demás. Todo negacionismo de cualquier tipo es ya una actitud que nos impide caminar con los demás para darle el verdadero sentido y salir fortalecidos. No solamente debe representar para nosotros un tiempo de miedo obsesivo y casi irracional, sino una experiencia ante la cual debemos preguntarnos con serenidad lo que Dios espera de nosotros.

Hay una expresión popular para indicar una situación que no es agradable “esto está más largo que una cuaresma”, con ello ya se indica que no se le da a la cuaresma el valor positivo que tiene como tiempo de gracia. Lo mismo puede suceder con lo que estamos viviendo, simplemente un tiempo de espera largo, tedioso e inútil, sin mayores frutos espirituales.

Al inicio de este acontecimiento, nos ha sorprendido el Papa Francisco, tomando el lugar que le corresponde como un Predicador de ejercicios cuaresmales para el mundo entero. Cómo no recordar su caminata por algunas plazas y calles desiertas de la ciudad de Roma, para manifestar su cercanía, su sensibilidad y su propio esfuerzo personal, que culminó con su mensaje y oración Urbi et Orbi, el 27 de marzo de 2020, en una plaza de san Pedro, siempre majestuosa, pero vacía y lluviosa al atardecer de aquél viernes, haciéndonos ver que este es un tiempo propicio para la conversión y penitencia.

“Toquen la trompeta en Sión, promulguen un ayuno, convoquen la asamblea, reúnan al pueblo, santifiquen la reunión, junten a los ancianos, convoquen a los niños, aun a los niños de pecho. Que le recién casado deje su alcoba y su tálamo la recién casada. Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: ´perdona, Señor, perdona a tu pueblo” (Jl 2, 16).

Todos han sido llamados a vivir esta experiencia, una mención especial merecen los niños y los jóvenes; unos, sin comprender todavía lo que sucede, otros, impacientes por la interrupción de sus proyectos de vida. Marcados, unos y otros, por un proceso educativo impersonal, lleno de limitaciones y de experiencias de vida. Pero si alguien debe ocuparse de todo esto, dice el Profeta Joel, son los ministros del Señor que entre el vestíbulo y el altar, deben estar en continua oración por su pueblo, pidiendo la misericordia de Dios.

Dos textos del Evangelio nos pueden ayudar a nuestra reflexión, el primero lo puso el Papa Francisco frente a todos, se trata de la escena en la que el evangelista san Marcos que describe con dramatismo lo que, en cierta forma, en un sentido figurado, hemos estado viviendo: “Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: ‘perecemos’ (cf.v.38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos”.

Pensemos por un momento en aquellos que han perdido todo al tener que cerrar su negocio, único sostén para la vida de una familia. De igual forma muchas empresas que han sacrificado sus fondos patrimoniales para salvar los empleos, pero ante la persistencia en el tiempo con meses de duración, han tenido que prescindir de muchos trabajadores de todos los niveles. ¿Y qué decir de nuestras parroquias, cerradas totalmente, consideradas desde el principio entre las actividades no esenciales y, además, como si algo faltara, consideradas entre los lugares más peligrosos para la convivencia social en este ambiente de contagios? Ya solo esto es todo un reto y un desafío hacia nosotros mismos en nuestro desempeño pastoral.

Las consecuencias económicas están a la vista: en casi un año, tan solo en nuestro país, han aumentado 10 millones más de personas los diferentes rostros de pobreza, pasando de 50 millones de pobres a 60, con una perspectiva de quedarnos en esta situación de penuria por unos tres o cuatro años más en los cálculos optimistas. Hemos podido palpar de cerca la angustia de muchas personas que, a pesar de todo, siguen luchando en medio de las dificultades buscando con creatividad nuevas salidas. Más aún, nosotros mismos sabemos lo que esto significa, hemos sobrevivido con también dificultades, unos más otros menos, pero nadie, ninguno puede decir que no ha pasado en este tiempo por problemas económicos, que se reflejan en la situación de las parroquias, la Catedral, la Basílica y, por supuesto, en la Curia arquidiocesana, que manifiesta ya carencias en todas sus actividades y compromisos. ‘En esta barca estamos todos’.  (Vale la pena señalar aquí que, así como hemos experimentado la solidaridad de muchos fieles en nuestras parroquias, todos debemos ser solidarios en estos momentos con la Curia arquidiocesana por lo que representa para todos nosotros).

Por otra parte, familias enteras se han visto afectadas por la enfermedad y la muerte. Nosotros, no podíamos quedar al margen. A veces pensamos que lo que sucede en el mundo y alrededor no nos afecta, sin embargo, somos parte del mundo y de lo que sucede a nuestro alrededor. Con los mayores cuidados o sin ellos, también somos vulnerables.

Podría comenzar a nombrar la larga lista de nuestros amigos y hermanos, diáconos, presbíteros y obispos que han concluido su camino en este tiempo de pandemia experimentando la enfermedad y la muerte. Desde el primer momento hasta hace unos días. Cada uno recordamos a los más cercanos y tenemos en nuestra oración a muchos otros.

También para nosotros es el mensaje, “estén preparados, porque no saben el día y la hora” (Mt 25,13) que debemos recibir sin temor y con realismo. Por supuesto que debemos cuidar nuestra vida, es nuestra primera responsabilidad, más aún, debemos ser los primeros en dar ejemplo a los demás. Pero así como debemos estar en una actitud de oración, propia de nuestro ministerio, también debemos aprovechar este tiempo para poner en orden todos los aspectos personales, administrativos y pastorales de la parroquia y de nuestras responsabilidades.

Qué significa todo esto desde una mirada creyente, “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y ha dejado al descubierto nuestras falsas y superfluas seguridades con las que hemos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo hemos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad…” Ante este mundo que Dios ama más que nosotros, ante nuestra realidad humana, la más amada por Dios mismo, nuestras actitudes de autosuficiencia, nuestras rutinas vacías y sin entusiasmo, nuestros descuidos espirituales, de nosotros mismos y de las comunidades que tenemos encomendadas, buscando más los privilegios y las comodidades, que el servicio y la entrega desinteresada, de pronto, nos encontramos con la tormenta, “no hemos escuchado el grito de los pobres cada vez más necesitados, ni el de nuestra sociedad gravemente enferma. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, expresamos una oración en tono de reclamo ¡despiértate, Señor!  ¿no te importa que perezcamos?’ (Mc’ 4,38)” (Cfr. Francisco 27 de marzo 2020. Glosa).

Lo que está sucediendo no son los signos que nosotros ponemos a nuestra medida, sino los signos con los que Dios nos confronta para llevarnos a una intensa experiencia penitencial que, vivida en la fe, nos debe llevar a la conversión, al reencuentro con Dios, a la renovación de nuestra vida.

“Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo… es tiempo para discernir hacia dónde está orientado el corazón… Preguntémonos: ¿Hacia dónde me lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un corazón… (que) ama un poco al Señor y un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿Me siento a gusto con mis hipocresías, o lucho por liberar el corazón de la doblez y la falsedad que lo encadenan?” (Papa Francisco Homilía Miércoles de Ceniza 2021).

Hoy es tiempo de regresar a Dios. Mucho bien nos hará revisar cada una de las Cartas que el Buen Pastor dirige a las siete Iglesias o comunidades al inicio del Libro de la Revelación: “Has perseverado y sufrido por mi nombre sin rendirte, pero tengo contra ti que has dejado de lado tu amor primero” (Ap 2,3-4).

Pero, dónde puede estar Dios en medio de este drama universal, se pregunta el mundo y, tal vez, también algunos de nosotros. Por supuesto que no debemos interpretar este acontecimiento como un castigo de Dios, esto queda fuera de todo sentido teológico, es más bien un tiempo de prueba, un tiempo de gracia, una oportunidad más en la vida para crecer en la fe. Esto es lo que debemos vivir cada uno de nosotros, esto es lo que debemos comunicar a los demás, tener confianza en Dios, poner en Él nuestra verdadera esperanza. “Todavía es tiempo. Conviértanse a mí de todo corazón”.

“Porqué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe? El Señor nos dirige una llamada a la fe en medio de la tormenta, que no es tanto creer en que Él exista, sino en ir hacia Él y confiar en Él, seguirlo a Él. Nos llama a tomar este tiempo de prueba como un tiempo de elección. El tiempo de elegir entre lo que verdaderamente cuenta y lo que pasa, restablecer el rumbo de nuestra vida hacia el Señor y hacia los demás. Recuperar el sentido de nuestra vocación y quitar todo lo que nos estorba para evangelizar desde el corazón. (Papa Francisco 27 de marzo 2020. Glosa)
Sin fe no hay esperanza, “La fe, -nos dice la Carta a los Hebreos- es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve” (Hb 11,1). sin fe no vemos nada hacia el futuro, sin fe no descubrimos la presencia de aquel que siempre ha estado junto a nosotros, el Dios de la vida y de la misericordia, el Dios de la verdad y del amor. Sin fe solo vemos la oscuridad ante el drama humano y nos invade el miedo que nos paraliza.

Aquí vale la pena recordar la reflexión del Papa Benedicto XVI en Aparecida: “sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de un modo adecuado y realmente humano… no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz”. (hasta aquí la cita de Benedicto). En este Dios manifestado por Cristo, se unen el amor y la cruz, “nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos, ustedes son mis amigos” (Jn 13,15). ¿Dónde está Dios en medio de toda esta tragedia?, está en la cruz y está en el amor, está en quien sufre y experimenta la profunda fragilidad existencial, y está en quien entrega la vida por el bien de los demás: ‘Cuanto hiciste por el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hiciste’. Cristo, no solo se ha hecho uno de nosotros, sino que se identifica con los más pequeños y necesitados, y, al mismo tiempo, el que se acerca a ellos en nombre de Cristo, hace presente su salvación. Nuestra fe y nuestra esperanza en Cristo Jesús, nos lleva necesariamente al encuentro con los otros, rompiendo nuestro egoísmo, nuestra indiferencia y nuestros miedos, para hacernos responsables unos de otros.

¿Qué hacemos en esta pandemia en nombre de Cristo, desde nuestra misión como consagrados al servicio de Dios? ¿Realmente los más pequeños y vulnerables están en medio de nuestras preocupaciones? ¿En verdad estamos dispuestos a amar Dios en nuestros hermanos?

Nadie puede decir que ama a Dios y no ama a su hermano. Más todavía, nos dice el apóstol Juan: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20).

En medio de esta tormenta, nosotros, como discípulos, debemos seguir sirviendo al mundo dando testimonio de fe y esperanza. No como los discípulos, “encerrados por miedo a los judíos”, sino poniendo la lámpara en lo alto para que ilumine a todos.

En la segunda etapa de esta larga experiencia penitencial, el Papa Francisco nos ha entregado su Encíclica Fratelli Tutti que todos hemos podido leer y, si bien, la intención principal del Papa es mostrar al mundo el gran ideal cristiano de fraternidad, tan necesario en una sociedad globalizada en lo material pero fragmentada en las relaciones humanas, el centro inspirador de su Encíclica es la extraordinaria Parábola de Jesús sobre el Buen Samaritano (Lc 10,25-37), desde donde se desprende la virtud de la verdadera fraternidad. Este es el segundo texto del Evangelio en el que podemos reflexionar.

Así como en la narración de la barca zarandeada por el viento y el mar encontramos un reflejo de la humanidad necesitada de Dios, en esta Parábola podemos ver, en una primera lectura, a la humanidad herida y despojada en medio del camino, necesitada de Dios, pero también de unos y otros.

Jesús no se detiene en el mal, simplemente da cuenta de que hay quienes lo provocan sin darnos a conocer ni su rostro ni su identidad. Lo que le interesa es la reacción que tenemos ante el mal, cuál es nuestro compromiso con el bien. Qué mejor momento para descubrir cuál es nuestra sensibilidad ante el otro y hasta dónde llega nuestro compromiso social que un tiempo de prueba tan generalizado.

“Esta Parábola recoge un trasfondo de siglos… (cuando Caín ha destruido a su hermano) resuena la pregunta de Dios: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’ (Gn 4,9). La respuesta es la misma que frecuentemente damos nosotros. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?’ (con esta pregunta) Dios cuestiona todo tipo de determinismo o fatalismo que pretende justificar la indiferencia como única respuesta posible. (Descartando que podemos) crear una cultura diferente que nos oriente a superar las enemistades y a cuidarnos unos a otros” (FT 58).

Jesús nos sigue contando cómo ante aquel hombre caído en desgracia, pasan algunos personajes importantes en la sociedad, más aún, con cierta responsabilidad por los demás, pero pasan de largo, le dan la vuelta, lanzan la mirada hacia otra parte, desaparecen rápidamente mostrando un corazón vacío, sin ningún compromiso por el otro. “Los salteadores del camino’ suelen tener como aliados secretos a los que ‘pasan por el camino mirando a otro lado?… hay, en el fondo una triste hipocresía” (FT 77), más aún, una evidente cobardía. Sin embargo, hubo “uno que se detuvo, le regaló cercanía, lo curó con sus propias manos, puso también dinero de su bolsillo y se ocupó de él. Sobre todo, le dio algo que en este mundo ansioso regateamos tanto: le dio su tiempo (Cuando damos tiempo compartimos nuestra vida, por eso siempre es fácil decir, no tengo tiempo). Seguramente (este hombre) tenía sus planes para aprovechar aquel día según sus necesidades y compromisos o deseos. Pero fue capaz de dejar todo a un lado ante el herido, y sin conocerlo lo consideró digno de dedicarle su tiempo” (FT 63).

La pregunta obligada ante esta parábola es ¿con quién nos identificamos ante el hermano necesitado? ¿A cuál de ellos nos parecemos? “Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Toda otra opción termina o bien al lado de los salteadores o bien al lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de quienes hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común. Al mismo tiempo la parábola nos advierte sobre ciertas actitudes de personas que solo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las exigencias ineludibles de la realidad humana” (FT 67).

Por último, ¿Qué significa para nosotros salir de esta pandemia que nos confronta de manera existencial?
Muchos anuncian que al final de esta etapa vendrá un mundo con nuevos paradigmas, un desarrollo que hará crecer la potencialidad humana y nos llevará a nuevas experiencias mediatizadas por la ciencia y la tecnología. Ya nada será igual.

¿Deveras creemos esto?, ¿En verdad sólo esperamos un mundo distinto por su desarrollo científico y tecnológico?, Claro que debemos saber aprovechar la tecnología, pero eso es solo una herramienta,  ¿No estamos más bien deseando volver a encontrarnos como siempre lo hemos hecho, con la familia, con los amigos, con la comunidad, con la sociedad?, ¿Quién no anhela volver a caminar sin miedo por el mundo, acercándonos a los demás y compartiendo los distintos momentos de la existencia, volver a las actividades cotidianas, reencontrarnos en los espacios donde se cultivan muchas maneras las amistades para la vida junto a la preparación para el trabajo, volver a compartir la Eucaristía y las festividades religiosas en medio de la alegría humana y no solo a través de las pantallas?

En todo caso pensemos en mundo totalmente distinto porque hemos redescubierto el valor de la vida frente a la fragilidad, la dignidad de cada ser humano independientemente de las circunstancias, la fraternidad frente a la indiferencia, el valor de quien está junto a mí, frente a la ausencia de quienes ya no están. Estamos llamados a ser constructores de la cultura del encuentro, fundamental en nuestra experiencia cristiana.

Cada generación tiene su momento de prueba, nadie sale igual de ella, -nos dice el Papa Francisco-, o crecemos en humanidad para ser mejores personas, o nos retraemos más para envolvernos en nuestro pequeño mundo egoísta e individual.

Después de esta cuaresma existencial, tan genuina como nuestra cuaresma litúrgica, debemos entender la cruz de Cristo donde se manifiesta el amor en toda su plenitud, para participar también de la resurrección, donde se manifiesta la gloria de Dios.

Al final de esta pandemia, (como decía san Pablo hablando de la Parusía, ‘los que vivamos, los que quedemos, no nos adelantaremos a los que ya no están’ Cfr, 1Tes 4,17-18) encontraremos dos rostros de la misma sociedad, un pequeño núcleo ansioso de reencontrarse con la vida comunitaria y sacramental. Pero, por otra parte, amplios sectores ajenos e indiferentes a nuestra vida religiosa en general y católica en especial. No es el momento de analizar los números de los censos recientes.

Lo importante es lo que nosotros debemos representar. Seamos portadores de esperanza, renovemos nuestros estilos pastorales, superemos la tendencia de esperar a que llegue la oveja perdida, cuando lo que nos apremia es salir a buscar y desgastar nuestra vida en el anuncio del Evangelio: Amar hasta la cruz y abrazar el dolor que redime como experiencia de único y mismo Dios, “El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor… No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), … y dejemos que reavive la esperanza” (Papa Francisco en la bendición Urbi et Orbi 27 de marzo 2020).

Ahora más que nunca, ante una humanidad herida y, al mismo tiempo necesitada de Dios, ante una sociedad que se aleja de los grandes principios y valores del Evangelio, cobra toda su actualidad la propuesta de Evangelii Gaudium.
Dejemos de lado el pesimismo estéril, que nos hace sentir derrotados de antemano, olvidándonos de lo que el Señor le dijo a san Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2CCor 12,9). Dejemos la mundanidad espiritual, que nos lleva a envolver la pastoral en un falso funcionalismo empresarial. Dejemos la guerra entre nosotros que derrumba en medio de nuestro antitestimonio la construcción del Reino que tiene su fuerza en la fraternidad de los discípulos. Es tiempo de una espiritualidad misionera, de discípulos convencido del Evangelio de Jesucristo para la salvación del mundo.

La parroquia sigue siendo el núcleo de la comunidad cristiana desde donde se crece en la fe, se escucha la Palabra y se celebran los sacramentos, desde allí debe surgir este impulso de renovación evangelizadora, la Iglesia en salida, de la que habla el Papa Francisco. La Iglesia de puertas abiertas de par en par para que quien busque a Dios lo encuentre, y la Iglesia que sale y recorre los territorios necesitados de Dios. “Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, -nos dice el Papa Francisco-, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad que los reciba, sin un horizonte de sentido y de vida… afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: “¡Denles ustedes de comer! (Mc 6,37).
La mies es mucha…. Y parece que los trabajadores ahora somos un poco menos… sigamos en oración.


Autor

Comisionado de la Doctrina de la Fe en la Arquidiócesis Primada de México y miembro de la Comisión Teológica Internacional (CTI). Es director del Observatorio Nacional de la Conferencia del Episcopado Mexicano y fue rector de la Universidad Pontificia de México, cargo que ocupó durante tres trienios.