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COLUMNA

Columna invitada

La oración de los simples

Dijo un campesino: como no puedo hacer otra cosa, yo doy a Dios las letras: ¡allá Él, en el cielo, que las ordene como quiera!”. Bendita simplicidad.

16 diciembre, 2020
La oración de los simples
Pbro. Juan Jesús Priego

Hubo una vez –según cuenta Anatole France (1844-1924) en El estuche de nácar-, en tiempos del rey Luis, un pobre juglar llamado Barnabé que iba de pueblo en pueblo haciendo juegos malabares.“En los días de feria extendía sobre la plaza pública una vieja alfombra, y después de haber atraído a los niños y a los desocupados con frases graciosas, hacía contorsiones y sostenía un platillo de estaño en equilibrio sobre su nariz”. No es que al pobre Barnabé le llovieran por eso las monedas, pero al menos, gracias a su arte, lograba sobrevivir; tampoco es que fuera lo que se dice muy inteligente, pero se conformaba con poco. “Jamás había reflexionado acerca de los orígenes de las riquezas ni de la desigualdad de las condiciones humanas, pero tenía la certeza de que, si este mundo es malo, el otro no podía dejar de ser bueno. Esta esperanza lo fortalecía”.

Una noche, yendo de camino hacia una feria lejana, se encontró con un monje que le hizo muchas preguntas: “¿Cómo os llamáis? ¿Por qué vais vestido de verde? ¿Acaso representáis en algún misterio un personaje loco?”; preguntas que nuestro saltimbanqui respondió así: “Mi nombre es Barnabé, y mi oficio es el de juglar, que sería la ocupación más grata del mundo si me diera de comer a diario”. Con esto quiso decir que no siempre le iba bien y que a veces incluso pasaba hambre. Entonces el monje se puso a hablarle de lo ingratas y pasajeras que son las cosas de esta vida; de que el más perfecto de todos era el estado monástico y que haría mucho bien a su alma si en vez de andar errante por los caminos abrazase tal estado de perfección. ¿Para qué cantar a los hombres, que al final siempre acaban olvidando las canciones, si es posible cantarle a Dios? “Amigo Barnabé –le dijo por último el monje-,  venid conmigo y os llevaré al convento del que soy prior.”

De este modo fue como Barnabé se hizo monje. “En el convento donde fue recibido, los religiosos rivalizaban para celebrar el culto a la Virgen lo mejor que podían, y cada uno empleaba en servirla todo el saber y todas las habilidades que Dios les había dado”. Los teólogos escribían eruditos tratados para celebrar las virtudes de la Madre del Señor; los escribanos copiaban después estos hondos pensamientos y hacían con ellos libros fáciles de leer; los que pintaban intercalaban en el texto hermosas miniaturas doradas como no podían encontrarse más exquisitas en ningún otro monasterio de Occidente: en una palabra, todos hacían cuanto estaba en su mano para unirse a la alabanza común; por supuesto, había también escultores que cincelaban imágenes de piedra con tal afición y piedad que un polvillo blanco les cubría la barba, las cejas y los cabellos, y sus ojos estaban siempre hinchados y llorosos. Cada uno ponía al servicio de Nuestra Señora lo mejor de sí, y esto hizo que nuestro humilde juglar se pusiera triste, pues ¿él qué podía hacer por la Reina de los ángeles y de los santos? Él no escribía, ni pintaba, ni esculpía; tampoco le era posible componer hermosos himnos en su honor: en una palabra, era un inútil… “¡Ay! –gemía-. Soy muy desdichado, porque no puedo, como lo hacen todos, loar dignamente a la Santa Madre de Dios. Aun cuando siempre le consagro toda mi ternura, por desgracia soy hombre rudo y sin arte, y no dispongo para serviros, Señora,  ni de sermones edificantes, ni de tratados bien divididos, ni de finas pinturas, ni de estatuas perfectamente esculpidas. ¡Yo no tengo nada, nada!”.

Y ya casi se moría de tristeza cuando un día se le ocurrió algo y se encerró en la capilla durante horas y horas; al salir de ella, los demás monjes ya no lo vieron acongojado, sino feliz. Al día siguiente volvió a encerrarse y con igual talante jubiloso volvió a salir de allí. Y los días siguientes sucedió lo mismo, de manera que ya nunca estaba triste ni apesadumbrado. ¿Qué pasaba con él? ¿Qué hacía en la capilla? ¿A qué se dedicaba? Un día los monjes decidieron averiguarlo espiando a través de las ranuras de la puerta. Entonces “vieron a Barnabé, ante el altar de la Santa Virgen, cabeza abajo, lanzando con los pies seis bolas de cobre y seis cuchillos. En honor de la Madre de Dios repetía los ejercicios que le valieron en el mundo más alabanzas”.

Por demás está decir que aquel espectáculo no les gustó nada a sus hermanos, pues tales contorsiones les parecían sacrílegas. Y ya se aprestaban a sacarlo de allí a empujones cuando “vieron a la Santísima Virgen descender por las gradas del altar y enjugar  con un pico de su manto azul el sudor que brotaba de la frente de su juglar”. Los religiosos cayeron de rodillas e, inclinando la cabeza, decían una y otra vez: “¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!”.

Y, ahora, una historia judía sobre el mismo asunto:

Una vez, un campesino en extremo piadoso fue a vender sus mercancías a un mercado lejanísimo. Sin embargo, mientras montaba su tenderte en la plaza de la ciudad descubrió que había olvidado su libro de oraciones. El hombre no sabía qué hacer, pues sin ese libro le era imposible rezar. ¿Qué iba a decirle al Altísimo, bendito sea, si las palabras no fluían de sus labios con facilidad? Se sentía perdido y triste. ¡Olvidar su libro de oraciones! ¿Cómo era posible? Entonces se le ocurrió una idea: se puso a recitar el alfabeto. Primero una vez, luego otra vez, y luego diez, quince y veinte veces; decía: “A, b, c, d…”, hasta la zeta, y luego vuelta a empezar. Una mujer que había ido al mercado a comprar melones, al oírlo, le preguntó, llena de curiosidad: “¿Qué haces?”. –“Digo mis oraciones”, respondió el campesino. –“¿Tus oraciones? ¡Pero si sólo dices el alfabeto!”. –“Así es, respondió el campesino, pero es que se me olvidó mi libro de plegarias”. –“De acuerdo, dijo la mujer, ¿pero para qué podría servirte decir el alfabeto?”. –“Mire, señora: como no puedo hacer otra cosa, yo doy a Dios las letras: ¡allá Él, en el cielo, que las ordene como quiera!”. Bendita simplicidad. ¿Y quién ha dicho que para orar sea preciso más que esta amorosa sencillez?

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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